Un comentario sobre el nuevo libro de la historiadora Annie Lacroix-Riz, La Non-épuration en France de 1943 aux années 1950 (Armand Colin, Paris, 2019)
Por: Jacques Pauwels Traducción: Víctor Carrión Arias En su libro más reciente, La Non-épuration en France de 1943 aux années 1950 (“La no-purga de Fracia de 1943 a los años 1950”), la historiadora Annie Lacroix-Riz desafía una visión de la Liberación del país en 1944-1945 – y sus resultados – que ha sido tendencia recientemente en una historiografía crecientemente dominada por la derecha del espectro político (“droitisée”). Esta visión es muy crítica de la Resistencia y, a la inversa, muy indulgente con respecto a la colaboración. Se dice, por ejemplo, que la Resistencia fue en general poco efectiva, de modo que Francia le debe su liberación casi exclusivamente a los esfuerzos de los estadounidenses y otros aliados occidentales – estos últimos secundados por las fuerzas “francesas libres” de Gaulle – que desembarcaron en Normandía en junio de 1944. Además, se nos dice que la Resistencia aprovechó la oportunidad presentada por la liberación para cometer todo tipo de atrocidades, incluyendo asesinatos y afeitar públicamente las cabezas de jóvenes inocentes que habían cometido “colaboración horizontal”, o sea, tuvieron amoríos con los soldados alemanes. Esta “purga salvaje” (épuration sauvage) de la colaboración equivalió, supuestamente, a un “terreur communiste”, orquestado por los comunistas, miembros reales o falsos de la Resistencia, en un intento por alcanzar siniestros objetivos revolucionarios. Con excepción de los casos más descarados, los colaboradores son ahora presentados por la “historiografía dominante” como ciudadanos más bien decentes, respetables, bienintencionados, “íntegros” (gens tres bien, una expresión tomada del título de la novela de Alexandre Jardin), víctimas de coerción por los alemanes, indefensos y por lo tanto “subordinados” (subalternes) inocentes, atrapados de manera desamparada entre la espada nazi y la pared de la Resistencia, y a menudo involucrados en actos secretos de resistencia. Algunos colaboradores eran fanáticos, claro está, y cometieron crímenes, pero estos en su mayoría eran villanos de baja ralea, bien ejemplificados por los miembros de la infame organización paramilitar del régimen de Vichy, la Milice. En 1944-1945, el gobierno provisional francés, liderado por el general de Gaulle, logró eventualmente restaurar “la ley y el orden”. Así es como, supuestamente, en Francia, tras años de problemas económicos y políticos, derrota militar, ocupación alemana y los disturbios de la Liberación, nació un Estado respetuoso de la ley, un État de droit gaullista. Aún así, tuvo lugar una inevitable purga de colaboradores reales e imaginarios que tuvo muchas víctimas inocentes en los altos rangos de la burocracia estatal, la creme de la creme de los negocios y la élite de la nación en general. Lacroix-Riz demuele esta interpretación revisionista en su nuevo opus que es una investigación minuciosa y documentada y también llena de personalidades tanto oscuras como importantes, haciendo de este una lectura desafiante para aquellos que no están familiarizados con la historia de Francia en la Segunda Guerra Mundial. En sus libros anteriores, como Le choix de la défaite y De Munich a Vichy, ella explicó primero como, en la primavera de 1940, la élite política, militar y económica de Francia entregó el país a los nazis para así poder instalar un régimen fascista; tal sistema de gobierno autoritario se esperaba que fuese más sensible a sus necesidades y requerimientos de lo que fue el sistema de la preguerra de la “Tercera República”, considerado demasiado indulgente para con las clases trabajadoras, especialmente bajo el gobierno del “Frente Popular” de 1936-1937. La autora continuó con otros estudios meticulosamente investigados (Industriels et banquiers français sous l'Occupation y Les élites françaises, 1940-1944. De la collaboration avec l'Allemagne a l'alliance américaine) que muestran como la élite prosperó bajo los auspicios del régimen de Vichy del mariscal Pétain, colaborando de buena gana con los alemanes, y luchó con uñas y dientes contra una Resistencia que estaba dominada en su mayor parte por clase obrera y comunistas, empeñada en introducir cambios radicales, incluso revolucionarios tras la guerra. Hoy, ella demuestra que la Liberación no estuvo acompañada de una minuciosa purga de los colaboradores, sino, au contraire, la “gens très bien” de la élite estatal y de negocios de Francia evitó el expiar por su pecados colaboracionistas, y gran parte del sistema de Vichy que les sirvió tan bien de 1940 a 1944, siguió en su lugar, presumiblemente, hasta la actualidad. Empecemos con la así llamada “purga salvaje”, la supuesta victimización de inocentes por los partisanos comunistas, o comunistas posando como partisanos, se supone, en un intento por eliminar oponentes y rivales en preparación de un golpe de Estado revolucionario. Lacroix-Rix demuestra que los asesinatos y las ejecuciones sumarias tuvieron lugar, pero en su mayoría en el contexto de la amarga lucha que estalló ya antes de los desembarcos en Normandía y la liberación de París. Contrario a la teoría de su ineficiencia militar, la Resistencia perturbó los preparativos del enemigo para la defensa contra los desembarcos aliados que estaban por venir en Normandía, y causaron graves pérdidas, como lo admitieron las propias autoridades alemanas. Y la mayor parte de las atrocidades perpetradas en el contexto de esa forma de guerra no fueron obra de los partisanos, sino de los nazis y de los colaboradores, en especial la Milice, por ejemplo, la ejecución de rehenes y la infame masacre en Oradour-sur-Glane. Los combatientes de la Resistencia, por otra parte, no atacaron a víctimas inocentes, sino que fueron tras soldados alemanes y colaboradores particularmente odiosos, a menudo hombres cuyo castigo (incluyendo la ejecución) había sido solicitado de manera repetida en las emisiones de radio de la Francia Libre por de Gaulle desde Inglaterra. En cuanto a las mujeres cuyas cabezas fueron rapadas, muchas si no es que la mayoría de ellas eran culpables de actividades más atroces que la simple “colaboración horizontal”, por ejemplo, el traicionar a miembros de la Resistencia. No hubo una épuration sauvage antes o durante la Liberación, y la gran purga que supuestamente siguió a la Liberación resultó ser una charada. La élite del Estado del francés así como el sector privado lucraron maravillosamente de la colaboración y tenían buenas razones para temer el advenimiento al poder de sus enemigos en la Resistencia. Pero con la llegada de la Liberación, los radicales de la Resistencia no llegaron al poder; la élite recibió poco o ningún castigo por sus pecados colaboracionistas; su amado orden socioeconómico capitalista permaneció intacto (a pesar de ciertas reformas); y la propia élite retuvo la mayor parte de su poder poder y privilegios. Por esta bendición inmerecida le tenían que agradecer a los liberadores estadounidenses de la una vez grande Nation, así como a Charles de Gaulle, el general que aspiraba a hacer a Francia grande nuevamente. De Gaulle era un patriota genuino, pero un conservador, muy dedicado al orden social y económico establecido de Francia. En cuanto a los estadounidenses, destinados a suceder a los alemanes como los amos de Europa, o al menos de la mitad occidental del continente, estos estaban determinados a hacer triunfar a la “libre empresa” a todo lo largo de Europa y colocar al continente en la órbita política y socioeconómica del Tío Sam. Esto implicó prevenir todos los cambios políticos y socioeconómicos con excepción de los puramente cosméticos; sin importar los deseos y aspiraciones de aquellos que resistieron a los nazis y otros fascistas, y del pueblo en general. Esto también significó perdón, protección y apoyo para los colaboradores con credenciales anticomunistas, lo que es justamente lo que los miembros de la élite en Francia habían sido. De hecho, las autoridades estadounidenses no tenían nada en contra del régimen de Vichy e inicialmente esperaron que este subsistiese tras la expulsión de los alemanes de Francia, sea bajo Pétain o alguna otra personalidad de Vichy, como Weygand o Darlan, si era necesario tras una purga de los elementos proalemanes más rabiosos y la aplicación de una capa de barniz democrático. Después de todo, el sistema de Vichy funcionó esencialmente como la superestructura política del sistema socioeconómico capitalista de Francia, un sistema que Washington se proponía salvar de las garras de sus enemigos de izquierda en la Resistencia. Y a la inversa, tras los reveses alemanes en el frente oriental, y particularmente tras la Batalla de Stalingrado, incontables colaboradores de Vichy vieron la leyenda escrita en la pared y esperaban la salvación en forma de un “futuro americano” para Francia o, como Lacroix-Riz gusta ponerlo, al intercambiar al “tutor” alemán” por uno estadounidense. Tras la liberación por los estadounidenses, esta gente podía esperar que sus pecados e incluso crímenes colaboracionistas fuesen olvidados y perdonados, mientras las aspiraciones revolucionarias o incluso simplemente progresistas de la Resistencia estarían condenados a ser una quimera. Los líderes en Washington no le veían utilidad a de Gaulle; como los vichistas, lo consideraban una cubierta para los comunistas, alguien que, si llegaba al poder, le abriría la puerta a una toma “bolchevique”, como Kerensky le precedió a Lenin durante la Revolución Rusa de 1917. Pero gradualmente se dieron cuenta, como Churchill antes de ellos, que sería imposible endosar a una personalidad asociada con Vichy al pueblo francés, y un gobierno liderado por de Gaulle resultaba ser la única alternativa a uno establecido por la Resistencia dominada por comunistas, de mentalidad radical reformadora. Necesitaban al general para neutralizar a los comunistas al finalizar a las hostilidades. El propio de Gaulle logró apaciguar a Washington al prometer respetar el status quo socioeconómico; y para garantizar su compromiso, incontables colaboradores de Vichy que gozaron de los favores de los estadounidenses se integraron en su movimiento Francia Libre e incluso se les dio posiciones de liderazgo. De Gaulle mutó así en un “líder derechista”, aceptable para la élite francesa y para los estadounidenses, dispuestos a suceder a los alemanes como “protectores” de los intereses de esa élite. Este es el contexto en el que de Gaulle se apresuró hacia París en la época de la liberación de la ciudad a finales de agosto de 1944. La idea era prevenir que la Resistencia dominada por comunistas intente establecer un gobierno provisional en la capital. Los estadounidenses organizaron que de Gaulle se pasee por los Campos Elíseos como el salvador que la Francia patriótica había estado esperando por cuatro largos años. Y el 23 de octubre de 1944, Washington finalmente lo hizo oficial y lo reconoció como líder del gobierno provisional de la Francia liberada. Bajos los auspicios de de Gaulle, Francia reemplazó al sistema de Vichy con una superestructura política nueva, democrática, la “Cuarta República”. (Ese sistema sería reemplazado por un sistema más autoritario, presidencial de estilo estadounidense, la “Quinta República”, en 1958). Y la clase obrera, que tanto había sufrido bajo el régimen de Vichy, recibió un paquete de beneficios incluyendo salarios más altos, vacaciones pagadas, salud y seguro de desempleo, generosos planes de pensión y otros servicios sociales; resumiendo, un modesto “estado bienestar”. Todas estas medidas obtuvieron el amplío apoyo de los plebeyos asalariados, pero irritaron a los patricios de la élite y especialmente a los empleadores, la patronat. Pero la élite valoró que estas reformas apaciguaron a la clase obrera, quitándole el viento a las velas revolucionarias de los comunistas, aún cuando estos se encontraban en la cumbre de su prestigio debido a su rol de liderazgo dentro de la Resistencia y su asociación con la Unión Soviética, a la que entonces en Francia aún se le daba amplío crédito como la vencedora de la Alemania nazi. Las mujeres y los hombres de la Resistencia fueron elevados oficialmente al estatus de héroes, con monumentos erigidos y calles nombradas en su honor. A la inversa, los colaboradores fueron “purgados” oficialmente, y sus representantes más infames castigados; algunos de ellos – por ejemplo, el siniestro Pierre Laval – incluso recibieron la pena de muerte, y los colaboradores económicos más importantes, como la fabrica de automóviles Renault, fueron nacionalizadas. Pero con su gobierno provisional lleno de vichistas reciclados y el Tío Sam mirando sobre su hombro, de Gaulle se aseguró de que solos los peces gordos de alto perfil del régimen de Vichy fuesen castigados o purgados. Muchos, si no la mayoría de los bancos y corporaciones colaboracionistas le debían su salvación a una conexión estadounidense, por ejemplo la subsidiaria francesa de Ford. Las sentencias de muerte con frecuencia fueron conmutadas, y los funcionarios de la ocupación nazi (como Klaus Barbie) y los colaboradores que cometieron grandes crímenes desparecieron del país a una nueva vida en Sudamérica o incluso en Norteamerica gracias a los nuevos amos estadounidenses, que apreciaban el celo anticomunista de estos hombres. Incontables colaboradores salieron airosos porque lograron producir “certificados de Resistencia” falsos o desarrollaron súbitamente enfermedades que provocaron que sus juicios sean pospuestos y eventualmente descartados. Los funcionarios locales culpables de trabajar con y para los alemanes escaparon al castigo al ser transferidos a una ciudad donde su pasado colaboracionista era desconocido, por ejemplo, de Budeos a Dijon. Y la mayoría de los que fueron encontrados culpables recibieron solo un castigo muy leve, un pequeño golpe en la mano. Todo esto fue posible porque el gobierno de de Gaulle, y su ministro de justicia en particular, hicieron equipo con antiguos vichistas impenitentes; no es de sorprender que estos fuesen lo que Lacroix-Riz llama “un club de apasionados opositores de una purga” (un club d'anti-épurateurs passionnés). Aunque la élite de Francia tuvo que arreglárselas, como antes de 1940, con los inconvenientes de un sistema parlamentario democrático en el que a los plebeyos se les permitía tener algo de voz, logró permanecer firmemente en control de los centros de poder no electivos del Estado francés de posguerra, tales como el ejército, las cortes y los altos rangos de la burocracia y la policía, centros que siempre monopolizaron. Los generales de Vichy, por ejemplo, en su mayoría conocidos por ser enemigos de la Resistencia y que se convirtieron por conveniencia al gaullismo, retuvieron el control sobre las fuerzas armadas e incontables funcionarios que fueron servidores diligentes de Pétain o de las autoridades de ocupación alemanas siguieron en funciones y con capacidad de proseguir prestigiosas carreras y beneficiarse de promociones y honores. Annie Lacroix-Riz concluye que el Estado supuestamente “respetuoso de la ley” de de Gaulle “saboteó la purga los funcionarios de alto rango [colaboracionistas], permitiendo... así la supervivencia de la hegemonía de Vichy sobre el sistema judicial francés”; y, se puede añadir, la supervivencia del sistema estilo Vichy en general. En 1944-1945, la élite francesa no expió sus pecados colaboracionistas y tuvo suerte de que la amenazas revolucionarias a su orden socioeconómico capitalista, encarnado por la Resistencia, pudo exorcizarse mediante la introducción de un sistema de seguridad social. El amargo conflicto de clases de tiempo de guerra entre los patricios y plebeyos de Francia, reflejada en la dicotomía colaboración-resistencia, no terminó así en realidad, sino que simplemente dio lugar a una tregua. Y esa tregua fue esencialmente “gaullista”, dado que se concluyó bajo los auspicios de una personalidad que era lo suficientemente conservadora para los gustos de la élite francesa y sus nuevos “tutores” estadounidenses, pero cuyo admirable patriotismo lo hizo querido para la Resistencia y su electorado. Con el colapso de la Unión Soviética y la desaparición de la amenaza comunista, no obstante, la élite francesa cesó de ver la necesidad de mantener el sistema de servicios sociales que adoptó solo de manera renuente. La tarea de desmantelar el “estado de bienestar” francés, emprendida bajo los auspicios de presidentes proestadounidenses como Sarkozy y hoy Macron, se facilitó por la adopción de facto del neoliberalismo por la Unión Europea, una ideología que abogaba por el retorno sin trabas del capitalismo del dejar hacer dejar pasar à l'américaine. Así reinició la guerra de clases que horadó la colaboración contra la Resistencia durante la II Guerra Mundial. Es en este contexto que la historiografía francesa se vio más y más dominada por un revisionismo que es critico de la Resistencia e indulgente con respecto a la colaboración e incluso con el propio fascismo. El libro de Annie Lacroix-Riz provee un antídoto muy necesitado para esta falsificación de la historia. Es nuestra esperanza que otros historiadores sigan su ejemplo e investiguen hasta que punto se ha rehabilitado a fascistas y colaboradores, y se ha denigrado a la Resistencia antifascista, por la historiografía revisionista – y por políticos derechistas – en otros países europeos, por ejemplo, Italia y Bélgica. Un señalamiento final está a la orden. Macron busca destruir el estado de bienestar que fue introducido a consecuencia de la Liberación para evitar los cambios revolucionarios defendidos por la Resistencia liderada por los comunistas. Él juega con fuego. En efecto, al intentar liquidar los servicios sociales que limitan, pero no evitan, la acumulación de capital y son así en lo esencial solo una molestia para el orden socioeconómico establecido, él esta removiendo un importante obstáculo para la revolución, una genuina amenaza existencial para ese orden. Su ofensiva disparó una resistencia masiva, la de los “chalecos amarillos”. Este grupo variopinto ciertamente no está liderado por una vanguardia comunista como la de la Resistencia de tiempo de guerra, pero en verdad parece tener potencial revolucionario. El conflicto entre un presidente que representa a la élite francesa y sus tutores estadounidenses y que es en muchas formas el heredero de Pétain, y, por otra parte, los gilets jaunes que representan a las masas plebeyas descontentas e intranquilas anhelando un cambio, herederos de los partisanos de la guerra, tal vez provoque que Francia experimente algo que eludió en tiempos de la Liberación: una revolución, y una real, no una épuration falsa.
1 Comentario
Por Arnaud Spire
16 de noviembre de 2005 (Traducción de Víctor Carrión Arias) [...] La aparición de un nuevo concepto como el de “liberalismo libertario” es un evento en el pensamiento. Pero el proceso por el que el mundo universitario lo valida o no como suyo es de larga duración. Michel Clouscard fue el primero en haber empleado el término “liberal (por tanto libertario)” en su libro Neofascismo e ideología del deseo en 1973. Reveló sus raíces filosóficas profundas en El Ser y el Código (1973), proceso de producción de un conjunto precapitalista. Allí, diferencia a los ideólogos estructuralistas de la época, propone un conjunto lógico-histórico que, sin excluir el marxismo, captura la cotidianidad y el lenguaje de todos para tener éxito, como escribió Sartre a propósito de esta obra, que en ella “la historia se revela de modo concreto por lo que ella es, una totalización en curso”. El evento inicial de esta “crítica” reeditado de modo valiente en una versión actualizada por los jóvenes de Éditions Delga, se sitúa en mayo 1968. La revuelta estudiantil, amplificada por la dilatada huelga obrera fue considerada por el autor como el caballo de Troya del liberalismo libertario. Tesis sorprendente en el momento, pero comprensible en nuestros días si se ha observado en que se han convertido los pseudo- “héroes” estudiantiles y sus lemas reutilizados sin vergüenza alguna por el “mercadeo” moderno. El espíritu sesenta y ochero en sí ha penetrado la “gerencia” de las empresas. Se puede decir en retrospectiva que esos eventos están en el origen de la contrarrevolución más perfeccionada. Esto no significa, claro está, que Michel Clouscard alguna vez haya considerado despreciables los innegables avances sociales obtenidos por el movimiento. Pero la articulación interna en el capitalismo de la ideología libertaria entonces marginal y de la estructura liberal de sociedad se fortaleció de manera duradera. Sin embargo, es en mayo de 1968 que se jugó el gran sociodrama necesario para el desbloqueo de los mercados del deseo, algo urgente por la crisis comercial del capitalismo y el piso alcanzado ya entonces por baja tendencial de la tasa de ganancia. El poder capitalista y el discurso libertario son de aquí en adelante los dos polos del pensamiento liberal contemporáneo. El primero domina, el segundo asegura esta dominación: “Con el libertario, el liberalismo cumple su concepto” (p. 230). Al contrario de lo que sugiere la euforia eufónica, el liberalismo libertario no libera a la persona. Es una estrategia que permite el engendramiento recíproco de lo permisivo y lo represivo, permisivo para el consumidor, si tiene los medios, y represivo en todos los casos para el productor. El devenir de la expresión no camufla bien el tránsito imposible de la sociedad de la producción a la sociedad del consumo en el cuadro del capitalismo. [...] Por Roger Keeran
16 de enero de 2018 En 1938, Gueorgui Dimitrov, el líder comunista búlgaro, dio la definición marxista-leninista clásica de fascismo: “la dictadura terrorista abierta de los elementos más reaccionarios, más chauvinistas y más imperialistas del capital financiero.” Él añadió, “el fascismo es el poder del propio capital financiero. Es la organización de la venganza terrorista contra la clase obrera.” En “El gran capital con Hitler”, Jacques Pauwels hace algo más que validar la proposición de Dimitrov. Él provee un recuento sorprendente de la colaboración entre el gran capital y Hitler, una colaboración que involucró tanto al capital estadounidense como al alemán, una colaboración que se extendió más allá de Alemania a otros países europeos, y una colaboración que ocurrió no solo antes de la Segunda Guerra Mundial, sino que también perduró tras la Segunda Guerra Mundial. Si tú creías conocer algo del capitalismo y de Hitler, el libro de Pauwels, probablemente te mostrará que tu no conocías ni la mitad de la historia. Pauwels, un canadiense con un PhD en historia de la Universidad de York, ha escrito dos libros previos - “The Great Class War 1914-1918”1 y “The Myth of the Good War” - que retan varios de los conceptos aceptados de la Primera y la Segunda guerras mundiales. En esta obra, Pauwels también desafía varios mitos. Él argumenta que el gran capital industrial y financiero en Alemania y en los Estados Unidos jugó un rol mayor al apoyar, financiar y abastecer al gobierno de Hitler desde el comienzo hasta el final. Lo hicieron porque las políticas nazis incrementaron sus ganancias y atacaron a sus enemigos, a saber el partido comunista, los sindicatos y la Unión Soviética. La primera mitad del libro lidia con el gran capital alemán y Hitler, y la segunda mitad con el gran capital estadounidense y la Alemania nazi. Conocedor del inglés, francés y alemán, Pauwels basa sus argumentos en la investigación de punta en estos idiomas así como en fuentes en italiano, holandés y español. Conciso y legible, el libro sintetiza de manera magistral los estudios existentes. Aunque la idea de que el gran capital apoyó al fascismo no resultará una sorpresa, la rica variedad de fuentes de Pauwels, sus estadísticas y otros detalles decidores, informarán y dejarán perplejos incluso a aquellos familiarizados con la historia. Es sorprendente conocer, por ejemplo, que sin importar lo grande que fuesen las violaciones de las normas democráticas por parte de Hitler, sin importar lo grande que fuesen las atrocidades cometidas contra comunistas, socialistas, sindicatos obreros, judíos, gitanos y otros, sin importar lo costosas y devastadoras que fueren las pérdidas de guerra de Alemania, el apoyo de los capitalistas alemanes no menguó. En otras palabras, la muerte o encarcelamiento de un tercio del Partido Comunista de Alemania, la persecución de minorías étnicas y la confiscación de su propiedad, e incluso los 13,5 millones de alemanes que fueron asesinados, heridos o tomados prisioneros entre 1939 y 1945, no moderaron en lo absoluto el entusiasmo de los capitalistas alemanes por Hitler. En efecto, ellos se beneficiaron de todas estas políticas. Los capitalistas apoyaron a Hitler porque sus políticas incrementaron continuamente sus ganancias. La destrucción de la izquierda y los sindicatos hicieron posible el incremento de la explotación de los obreros. Los salarios cayeron y las horas de trabajo se extendieron. Por ejemplo, los salarios reales en la Francia ocupada por los alemanes se redujeron en un 50 por ciento entre 1940 y 1944. En Alemania para finales de 1942 los obreros en Opel y Singer trabajaban sesenta horas por semana. Además, la industria Alemania se benefició de la confiscación de la propiedad judía y el saqueo de los bancos y recursos de las tierras ocupadas. Esta riqueza fue directo a manos de los capitalistas alemanes a los que se les pago por la producción de guerra. La industria alemana también se benefició directamente por el uso del trabajo esclavo. Al menos 12 millones de obreros importados de los países ocupados, prisioneros de guerra, y prisioneros de los campos de concentración trabajaron para la industria alemana por poca o ninguna paga. I.G. Farben, por ejemplo, construyó una fábrica gigantesca en Auschwitz donde los internos laboraron hasta la muerte para producir caucho sintético. Uno de cada cinco de ellos moriría mes a mes. Entretanto, las ganancias de I.G. Farben ascendieron cada año, de 47 millones de reichsmarks en 1933 a 300 millones en 1943. El aspecto que más abre los ojos en el recuento de Pauwels es su descripción de lo que se reveló durante y tras la Segunda Guerra Mundial. Muchas firmas – General Motors, Ford, Du Pont, IBM, Singer, ITT, Kodak, RCA, Standard Oil, Dow, Coca Cola – y bancos estadounidenses – Guaranty Trust, Chase Manhattan, J.P. Morgan – tenían subsidiarias o relaciones comerciales cercanas con las compañías y el gobierno alemán desde antes de la guerra. Tras Pearl Harbor e incluso tras la declaración de guerra a Alemania, estas compañías y relaciones continuaron beneficiando al fascismo alemán. El gobierno alemán no confiscó las subsidiarias estadounidenses, y la idea de que los capitalistas estadounidenses perdieron el control de sus empresas alemanas es en gran medida un mito promovido por los propios capitalistas. En su mayor parte las subsidiarias continuaron operando y obteniendo ganancias durante la guerra, donde suplieron al ejército alemán con combustible, equipo y provisiones para continuar la guerra e incluso facilitaron tecnología para administrar los campos de concentración. Aunque los gerentes alemanes dirigieron de forma ostensible estas subsidiarias, y las compañías estadounidenses en Alemania continuaron abasteciendo a la maquinaria de guerra alemana, los propietarios estadounidenses a menudo se mantuvieron en contacto con los gerentes alemanes por medio de canales clandestinos en países neutrales. Fuera de Alemania, Standard Oil usó canales clandestinos para entregar combustible y otros pertrechos a Alemania. Durante la guerra, las subsidiarias sufrieron pocos daños. Por ejemplo, la Ford Works, a las afueras de Colonia, fue perdonada por los bombardeos aliados que arrasaron el resto de la ciudad. Al final de la guerra, la autoridad de ocupación retornó las subsidiarias a la administración estadounidense a menudo con ganancias y con instalaciones mejoradas. Tras la guerra, los capitalistas estadounidenses se beneficiaron de la extraordinaria influencia que ejercieron en las administraciones de Roosevelt y Truman. Las compañías estadounidenses obtuvieron reparaciones por el poco daño que sufrieron. Los capitalistas estadounidenses forzaron a la administración Truman a frustrar el llamado Plan Morgenthau que pedía el desmantelamiento de la industria alemana. Estas también pusieron un alto a las reparaciones de Alemania occidental para la Unión Soviética y aseguraron un tratamiento favorable para los industriales alemanes que sirvieron fielmente al Tercer Reich. En lo que bien podría ser el pasaje de cierre del libro, Pauwels cita al poeta francés Paul Valéry: “La guerra es un evento en el que gente no se conoce se masacra entre sí por las ganancias de gente que se conocen muy bien, pero que no se masacran entre sí.” Al final, Pauwels señala que tanto los recuentos populares como académicos del fascismo alemán han oscurecido o reescrito el rol del gran capital y las elites. En un bocado de fabricación de mitos, The Sound of Music retrató a aristócratas oponiéndose al fascismo, mientras que la gente común lo apoyaba. En La Lista de Schindler se representó a un industrial alemán que desafía a las autoridades para salvar vidas judías, cuando la realidad común era todo lo contrario. De igual forma, en Hitler Willing Executioners de Daniel Godlhagen se distrae la atención de la culpabilidad de los capitalistas alemanes al echar el fardo del fascismo al supuesto antisemitismo inherente al pueblo alemán. En sus historias de Ford y General Motors, los historiadores Simon Reich y Henry Ashby Turner hacen un lavado de cara total de la colaboración de ambas firmas con la Alemania nazi. El libro de Jacques Pauwels realiza una contribución eterna al entendimiento del capitalismo y el fascismo. Es también una contribución oportuna. Durante el caso Dreyfus, Emile Zola dijo que en tiempos de bancarrota moral uno se tiene que acostumbrar a tragarse un sapo vivo todos los días para desarrollar una verdadera indiferencia para con el horror que nos rodea. Hoy, aunque la mayoría de los estadounidenses se niegan a ser indiferentes para con los horrores que emanan a diario de Washington, la élite corporativa y financiera está más que dispuesta a tragarse sapos. Para entender su presteza, no se debe ver más allá de una subida de la bolsa de valores y el crecimiento de las ganancias. Puede que Trump no sea un fascista, pero es posible que la venalidad y el cinismo inherente al capitalismo haga de la élite estadounidense cómplice tan comprometida con los exabruptos presentes y futuros de Trump como sus contrapartes lo fueron con Hitler. 1 Edithor publicará esta obra en los próximos meses. Fuente: mltoday.com/book-review-big-business-and-hitler-by-jacques-pauwels/ |