Jacques R. Pauwels, autor de “The Great Class War 1914-1918” (James Lorimer, Toronto, 2016). La histórica Grand-Place de Bruselas es considerada una de las cuadras urbanas más hermosas en el mundo, y la misma atrae decenas de miles de turistas a diario. Muchos de estos forasteros gastan muchos euros en los negocios aquí establecidos: tiendas de alto nivel que venden encaje y chocolate y otros productos típicamente belgas, acogedores cafés donde la cerveza más famosa del país fluye con libertad, y restaurantes donde los clientes pueden deleitarse con especialidades locales inmensamente populares tales como los mejillones y frituras o la versión belga del filete tártaro, esto es, carne de res, que por alguna razón misteriosa es conocida aquí como filet américain. Uno de estos restaurantes está alojado en un maravilloso edificio barroco construido en 1698. Solía ser un restaurante de lujo extremadamente costoso, pero en tiempos recientes se ha transformado en un “pequeño comedero” todavía suntuoso, pero más práctico y asequible. Su nombre es La Maison du Cygne, la “Casa del Cisne”, y tal denominación se refiere a la escultura de un cisne blanco encamarado con orgullo sobre la puerta del frente. Una placa en el exterior nos informa que en en este edificio se fundó, en 1885, el Partido Obrero Belga (POB) precursor del partido socialdemócrata del país, conocido como el Parti Socialiste (PS). En esa época, no se veía turistas por ningún lado y Le Cygne era una de las muchas tabernas populares en el Grand-Place donde los habitantes ordinarios de Bruselas, incluyendo a obreros proletarios, podían y se sentían de hecho en casa y, en el caso de un creciente número de socialistas entre ellos, organizarse y hacer planes para derrocar al sistema capitalista. De hecho, Le Cygne había sido por décadas la guarida de variados radicales belgas e internacionales, más enfáticamente en los años previos y posteriores a 1848, cuando un tsunami de revoluciones barrió súbitamente gran parte de Europa. Tan pronto ingresamos en el interior del pequeño comedero y nos sentamos, nos damos cuenta del retrato de uno de esos radicales, Karl Marx, escrutando al personal y los clientes desde una especie templo iluminado por una fila de velas. ¿Qué hace él aquí? Marx nació doscientos años atrás, en 1818, en Tréveris, una pintoresca ciudad antigua situada en los bancos cubiertos de viñedos del Río Mosela y perteneciente al estado alemán ahora difunto de Prusia. Debido a sus criterios políticos radicales, tuvo que huir de su patria ultraconservadora y residió por algún tiempo en París, pero entonces fue expulsado de Francia. Él colgó su sombrero en Bruselas en 1845 y permaneció allí hasta 1848, cuando se mudó a Londres; en la capital británica, Marx escribiría el magnum opus que resultaría ser su canto de despedida, por así decirlo, a saber Das Kapital, y allí moriría en 1883. La liliputiense nación belga, fundada 1830 y dotada con una de las constituciones más liberales en Europa, funcionó como un cielo de tolerancia para los radicales. Pero también era un país que se industrializaba rápidamente, y una especie de paraíso para la burguesía, como el propio Marx escribiría, un punto de vista desde el que él podía observar como los capitalistas podían acumular fortunas al explotar despiadadamente al proletariado de clase obrera. Su residencia en Bruselas resultó ser así el tiempo más productivo de su vida, durante el cual desarrolló sus ideas sobre el materialismo dialéctico y escribió El Manifiesto Comunista. Este panfleto famoso a nivel mundial fue publicado –no aquí, sino en Londres– en febrero de 1848, en la víspera de la revolución que estalló en París posteriormente en el mismo mes, desencadenando revoluciones en Berlín, Viena y muchas otras ciudades. En Bruselas, Marx se benefició de la localización de la ciudad como el eje de un sistema de líneas férreas recién construidas al igual que del moderno servicio postal de Bélgica. Esto le permitió mantenerse en contacto con asociados en Francia, Alemania e Inglaterra, tales como Friedrich Engels, quien colaboró con él en el proyecto del Manifiesto Comunista.
Marx, un filósofo famoso por urgir a sus compañeros filósofos a no solo interpretar, sino a cambiar el mundo, era un huésped frecuente en Le Cygne. Y es muy posible que escribiera partes de El Manifiesto Comunista, en el que predijo el fallecimiento del capitalismo, en su taberna, bautizada por un ave asociada con el dios del oráculo de Delfos, Apolo y por lo tanto con la poesía, filosofía y profecía. El 31 de diciembre de 1847, se sabe que celebró aquí la víspera de Año Nuevo en compañía de camaradas alemanes. (Él probablemente acabó inflando un cigarro, un hábito que luego se volvería emblemático para banqueros e industriales, pero que en la época evocaba radicalismo, cuando los ciudadanos burgueses eran fumadores más tradicionales, partidarios de las pipas). Las revoluciones de ese “año salvaje” (tolle Jahr, como sería conocido 1848 en Alemania) no trajeron la realización de su profecía del fallecimiento del capitalismo y el advenimiento del socialismo. Solo fue muchos años después, mucho después de la muerte de Marx, que el capitalismo sería derrocado en favor de un sistema socialista, y a mucha distancia de Bruselas, a saber en Rusia y, luego aún más, en China, países asociados no con los cisnes sino con las águilas y grullas de alto vuelo, respectivamente. Hoy, Bélgica es igual de burguesa y comprometida con el capitalismo como lo era cuando Marx caminó por los callejones y plazas adoquinados con piedras de la vieja Bruselas, si no es que más; no obstante, habiendo desplegado su retrato en una posición prominente, los propietarios y administradores de Le Cygne honran la memoria del huésped más famoso en cruzar alguna vez el umbral de su puerta, aún cuando su presencia pueda estremecer a algunos clientes. Un agradable maître de origen español, que hablaba bien inglés y francés al igual que su nativo castellano, garabatea nuestra orden. Marx permanece apartado mientras optamos por un aperitivo más bien burgués de croquetas de camarón, pero presta atención cuando pedimos un lenguado de Ostend, conocido fuera de Bélgica como lenguado de Dover. Probablemente recuerda la época en que cruzó el Canal inglés, en cuyas aguas se captura ese delicioso pescado, para mudarse de Bruselas a Londres, pasando así a través de Ostend al igual que de Dover. Y parece gustar de la forma en que mi esposa y yo decidimos distribuir la riqueza, por así decirlo, al compartir el (costoso) pescado; cuyas porciones fueron asignadas tal y como él lo propugnaba, esto es, “a cada quien según sus necesidades.” Pero cuando preguntamos por una botella de Chardonnay del sur de Francia, el gran hombre frunce el ceño en desaprobación. Verdad, un Riesling fresco de las viñas Mosela es mucho más apropiado. ¡Maître una botella de Bernkastel, ese vino de la aldea cerca de Tréveris, por favor! El matraz se materializa rápidamente y está descorchado. Marx sonríe de modo aprobatorio mientras alzamos nuestras copas, llenas con el néctar del Mosela. ¡Gracias por el consejo, Karl! Traducción: Víctor Antonio Carrión. |