Un comentario sobre el nuevo libro de la historiadora Annie Lacroix-Riz, La Non-épuration en France de 1943 aux années 1950 (Armand Colin, Paris, 2019)
Por: Jacques Pauwels Traducción: Víctor Carrión Arias En su libro más reciente, La Non-épuration en France de 1943 aux années 1950 (“La no-purga de Fracia de 1943 a los años 1950”), la historiadora Annie Lacroix-Riz desafía una visión de la Liberación del país en 1944-1945 – y sus resultados – que ha sido tendencia recientemente en una historiografía crecientemente dominada por la derecha del espectro político (“droitisée”). Esta visión es muy crítica de la Resistencia y, a la inversa, muy indulgente con respecto a la colaboración. Se dice, por ejemplo, que la Resistencia fue en general poco efectiva, de modo que Francia le debe su liberación casi exclusivamente a los esfuerzos de los estadounidenses y otros aliados occidentales – estos últimos secundados por las fuerzas “francesas libres” de Gaulle – que desembarcaron en Normandía en junio de 1944. Además, se nos dice que la Resistencia aprovechó la oportunidad presentada por la liberación para cometer todo tipo de atrocidades, incluyendo asesinatos y afeitar públicamente las cabezas de jóvenes inocentes que habían cometido “colaboración horizontal”, o sea, tuvieron amoríos con los soldados alemanes. Esta “purga salvaje” (épuration sauvage) de la colaboración equivalió, supuestamente, a un “terreur communiste”, orquestado por los comunistas, miembros reales o falsos de la Resistencia, en un intento por alcanzar siniestros objetivos revolucionarios. Con excepción de los casos más descarados, los colaboradores son ahora presentados por la “historiografía dominante” como ciudadanos más bien decentes, respetables, bienintencionados, “íntegros” (gens tres bien, una expresión tomada del título de la novela de Alexandre Jardin), víctimas de coerción por los alemanes, indefensos y por lo tanto “subordinados” (subalternes) inocentes, atrapados de manera desamparada entre la espada nazi y la pared de la Resistencia, y a menudo involucrados en actos secretos de resistencia. Algunos colaboradores eran fanáticos, claro está, y cometieron crímenes, pero estos en su mayoría eran villanos de baja ralea, bien ejemplificados por los miembros de la infame organización paramilitar del régimen de Vichy, la Milice. En 1944-1945, el gobierno provisional francés, liderado por el general de Gaulle, logró eventualmente restaurar “la ley y el orden”. Así es como, supuestamente, en Francia, tras años de problemas económicos y políticos, derrota militar, ocupación alemana y los disturbios de la Liberación, nació un Estado respetuoso de la ley, un État de droit gaullista. Aún así, tuvo lugar una inevitable purga de colaboradores reales e imaginarios que tuvo muchas víctimas inocentes en los altos rangos de la burocracia estatal, la creme de la creme de los negocios y la élite de la nación en general. Lacroix-Riz demuele esta interpretación revisionista en su nuevo opus que es una investigación minuciosa y documentada y también llena de personalidades tanto oscuras como importantes, haciendo de este una lectura desafiante para aquellos que no están familiarizados con la historia de Francia en la Segunda Guerra Mundial. En sus libros anteriores, como Le choix de la défaite y De Munich a Vichy, ella explicó primero como, en la primavera de 1940, la élite política, militar y económica de Francia entregó el país a los nazis para así poder instalar un régimen fascista; tal sistema de gobierno autoritario se esperaba que fuese más sensible a sus necesidades y requerimientos de lo que fue el sistema de la preguerra de la “Tercera República”, considerado demasiado indulgente para con las clases trabajadoras, especialmente bajo el gobierno del “Frente Popular” de 1936-1937. La autora continuó con otros estudios meticulosamente investigados (Industriels et banquiers français sous l'Occupation y Les élites françaises, 1940-1944. De la collaboration avec l'Allemagne a l'alliance américaine) que muestran como la élite prosperó bajo los auspicios del régimen de Vichy del mariscal Pétain, colaborando de buena gana con los alemanes, y luchó con uñas y dientes contra una Resistencia que estaba dominada en su mayor parte por clase obrera y comunistas, empeñada en introducir cambios radicales, incluso revolucionarios tras la guerra. Hoy, ella demuestra que la Liberación no estuvo acompañada de una minuciosa purga de los colaboradores, sino, au contraire, la “gens très bien” de la élite estatal y de negocios de Francia evitó el expiar por su pecados colaboracionistas, y gran parte del sistema de Vichy que les sirvió tan bien de 1940 a 1944, siguió en su lugar, presumiblemente, hasta la actualidad. Empecemos con la así llamada “purga salvaje”, la supuesta victimización de inocentes por los partisanos comunistas, o comunistas posando como partisanos, se supone, en un intento por eliminar oponentes y rivales en preparación de un golpe de Estado revolucionario. Lacroix-Rix demuestra que los asesinatos y las ejecuciones sumarias tuvieron lugar, pero en su mayoría en el contexto de la amarga lucha que estalló ya antes de los desembarcos en Normandía y la liberación de París. Contrario a la teoría de su ineficiencia militar, la Resistencia perturbó los preparativos del enemigo para la defensa contra los desembarcos aliados que estaban por venir en Normandía, y causaron graves pérdidas, como lo admitieron las propias autoridades alemanas. Y la mayor parte de las atrocidades perpetradas en el contexto de esa forma de guerra no fueron obra de los partisanos, sino de los nazis y de los colaboradores, en especial la Milice, por ejemplo, la ejecución de rehenes y la infame masacre en Oradour-sur-Glane. Los combatientes de la Resistencia, por otra parte, no atacaron a víctimas inocentes, sino que fueron tras soldados alemanes y colaboradores particularmente odiosos, a menudo hombres cuyo castigo (incluyendo la ejecución) había sido solicitado de manera repetida en las emisiones de radio de la Francia Libre por de Gaulle desde Inglaterra. En cuanto a las mujeres cuyas cabezas fueron rapadas, muchas si no es que la mayoría de ellas eran culpables de actividades más atroces que la simple “colaboración horizontal”, por ejemplo, el traicionar a miembros de la Resistencia. No hubo una épuration sauvage antes o durante la Liberación, y la gran purga que supuestamente siguió a la Liberación resultó ser una charada. La élite del Estado del francés así como el sector privado lucraron maravillosamente de la colaboración y tenían buenas razones para temer el advenimiento al poder de sus enemigos en la Resistencia. Pero con la llegada de la Liberación, los radicales de la Resistencia no llegaron al poder; la élite recibió poco o ningún castigo por sus pecados colaboracionistas; su amado orden socioeconómico capitalista permaneció intacto (a pesar de ciertas reformas); y la propia élite retuvo la mayor parte de su poder poder y privilegios. Por esta bendición inmerecida le tenían que agradecer a los liberadores estadounidenses de la una vez grande Nation, así como a Charles de Gaulle, el general que aspiraba a hacer a Francia grande nuevamente. De Gaulle era un patriota genuino, pero un conservador, muy dedicado al orden social y económico establecido de Francia. En cuanto a los estadounidenses, destinados a suceder a los alemanes como los amos de Europa, o al menos de la mitad occidental del continente, estos estaban determinados a hacer triunfar a la “libre empresa” a todo lo largo de Europa y colocar al continente en la órbita política y socioeconómica del Tío Sam. Esto implicó prevenir todos los cambios políticos y socioeconómicos con excepción de los puramente cosméticos; sin importar los deseos y aspiraciones de aquellos que resistieron a los nazis y otros fascistas, y del pueblo en general. Esto también significó perdón, protección y apoyo para los colaboradores con credenciales anticomunistas, lo que es justamente lo que los miembros de la élite en Francia habían sido. De hecho, las autoridades estadounidenses no tenían nada en contra del régimen de Vichy e inicialmente esperaron que este subsistiese tras la expulsión de los alemanes de Francia, sea bajo Pétain o alguna otra personalidad de Vichy, como Weygand o Darlan, si era necesario tras una purga de los elementos proalemanes más rabiosos y la aplicación de una capa de barniz democrático. Después de todo, el sistema de Vichy funcionó esencialmente como la superestructura política del sistema socioeconómico capitalista de Francia, un sistema que Washington se proponía salvar de las garras de sus enemigos de izquierda en la Resistencia. Y a la inversa, tras los reveses alemanes en el frente oriental, y particularmente tras la Batalla de Stalingrado, incontables colaboradores de Vichy vieron la leyenda escrita en la pared y esperaban la salvación en forma de un “futuro americano” para Francia o, como Lacroix-Riz gusta ponerlo, al intercambiar al “tutor” alemán” por uno estadounidense. Tras la liberación por los estadounidenses, esta gente podía esperar que sus pecados e incluso crímenes colaboracionistas fuesen olvidados y perdonados, mientras las aspiraciones revolucionarias o incluso simplemente progresistas de la Resistencia estarían condenados a ser una quimera. Los líderes en Washington no le veían utilidad a de Gaulle; como los vichistas, lo consideraban una cubierta para los comunistas, alguien que, si llegaba al poder, le abriría la puerta a una toma “bolchevique”, como Kerensky le precedió a Lenin durante la Revolución Rusa de 1917. Pero gradualmente se dieron cuenta, como Churchill antes de ellos, que sería imposible endosar a una personalidad asociada con Vichy al pueblo francés, y un gobierno liderado por de Gaulle resultaba ser la única alternativa a uno establecido por la Resistencia dominada por comunistas, de mentalidad radical reformadora. Necesitaban al general para neutralizar a los comunistas al finalizar a las hostilidades. El propio de Gaulle logró apaciguar a Washington al prometer respetar el status quo socioeconómico; y para garantizar su compromiso, incontables colaboradores de Vichy que gozaron de los favores de los estadounidenses se integraron en su movimiento Francia Libre e incluso se les dio posiciones de liderazgo. De Gaulle mutó así en un “líder derechista”, aceptable para la élite francesa y para los estadounidenses, dispuestos a suceder a los alemanes como “protectores” de los intereses de esa élite. Este es el contexto en el que de Gaulle se apresuró hacia París en la época de la liberación de la ciudad a finales de agosto de 1944. La idea era prevenir que la Resistencia dominada por comunistas intente establecer un gobierno provisional en la capital. Los estadounidenses organizaron que de Gaulle se pasee por los Campos Elíseos como el salvador que la Francia patriótica había estado esperando por cuatro largos años. Y el 23 de octubre de 1944, Washington finalmente lo hizo oficial y lo reconoció como líder del gobierno provisional de la Francia liberada. Bajos los auspicios de de Gaulle, Francia reemplazó al sistema de Vichy con una superestructura política nueva, democrática, la “Cuarta República”. (Ese sistema sería reemplazado por un sistema más autoritario, presidencial de estilo estadounidense, la “Quinta República”, en 1958). Y la clase obrera, que tanto había sufrido bajo el régimen de Vichy, recibió un paquete de beneficios incluyendo salarios más altos, vacaciones pagadas, salud y seguro de desempleo, generosos planes de pensión y otros servicios sociales; resumiendo, un modesto “estado bienestar”. Todas estas medidas obtuvieron el amplío apoyo de los plebeyos asalariados, pero irritaron a los patricios de la élite y especialmente a los empleadores, la patronat. Pero la élite valoró que estas reformas apaciguaron a la clase obrera, quitándole el viento a las velas revolucionarias de los comunistas, aún cuando estos se encontraban en la cumbre de su prestigio debido a su rol de liderazgo dentro de la Resistencia y su asociación con la Unión Soviética, a la que entonces en Francia aún se le daba amplío crédito como la vencedora de la Alemania nazi. Las mujeres y los hombres de la Resistencia fueron elevados oficialmente al estatus de héroes, con monumentos erigidos y calles nombradas en su honor. A la inversa, los colaboradores fueron “purgados” oficialmente, y sus representantes más infames castigados; algunos de ellos – por ejemplo, el siniestro Pierre Laval – incluso recibieron la pena de muerte, y los colaboradores económicos más importantes, como la fabrica de automóviles Renault, fueron nacionalizadas. Pero con su gobierno provisional lleno de vichistas reciclados y el Tío Sam mirando sobre su hombro, de Gaulle se aseguró de que solos los peces gordos de alto perfil del régimen de Vichy fuesen castigados o purgados. Muchos, si no la mayoría de los bancos y corporaciones colaboracionistas le debían su salvación a una conexión estadounidense, por ejemplo la subsidiaria francesa de Ford. Las sentencias de muerte con frecuencia fueron conmutadas, y los funcionarios de la ocupación nazi (como Klaus Barbie) y los colaboradores que cometieron grandes crímenes desparecieron del país a una nueva vida en Sudamérica o incluso en Norteamerica gracias a los nuevos amos estadounidenses, que apreciaban el celo anticomunista de estos hombres. Incontables colaboradores salieron airosos porque lograron producir “certificados de Resistencia” falsos o desarrollaron súbitamente enfermedades que provocaron que sus juicios sean pospuestos y eventualmente descartados. Los funcionarios locales culpables de trabajar con y para los alemanes escaparon al castigo al ser transferidos a una ciudad donde su pasado colaboracionista era desconocido, por ejemplo, de Budeos a Dijon. Y la mayoría de los que fueron encontrados culpables recibieron solo un castigo muy leve, un pequeño golpe en la mano. Todo esto fue posible porque el gobierno de de Gaulle, y su ministro de justicia en particular, hicieron equipo con antiguos vichistas impenitentes; no es de sorprender que estos fuesen lo que Lacroix-Riz llama “un club de apasionados opositores de una purga” (un club d'anti-épurateurs passionnés). Aunque la élite de Francia tuvo que arreglárselas, como antes de 1940, con los inconvenientes de un sistema parlamentario democrático en el que a los plebeyos se les permitía tener algo de voz, logró permanecer firmemente en control de los centros de poder no electivos del Estado francés de posguerra, tales como el ejército, las cortes y los altos rangos de la burocracia y la policía, centros que siempre monopolizaron. Los generales de Vichy, por ejemplo, en su mayoría conocidos por ser enemigos de la Resistencia y que se convirtieron por conveniencia al gaullismo, retuvieron el control sobre las fuerzas armadas e incontables funcionarios que fueron servidores diligentes de Pétain o de las autoridades de ocupación alemanas siguieron en funciones y con capacidad de proseguir prestigiosas carreras y beneficiarse de promociones y honores. Annie Lacroix-Riz concluye que el Estado supuestamente “respetuoso de la ley” de de Gaulle “saboteó la purga los funcionarios de alto rango [colaboracionistas], permitiendo... así la supervivencia de la hegemonía de Vichy sobre el sistema judicial francés”; y, se puede añadir, la supervivencia del sistema estilo Vichy en general. En 1944-1945, la élite francesa no expió sus pecados colaboracionistas y tuvo suerte de que la amenazas revolucionarias a su orden socioeconómico capitalista, encarnado por la Resistencia, pudo exorcizarse mediante la introducción de un sistema de seguridad social. El amargo conflicto de clases de tiempo de guerra entre los patricios y plebeyos de Francia, reflejada en la dicotomía colaboración-resistencia, no terminó así en realidad, sino que simplemente dio lugar a una tregua. Y esa tregua fue esencialmente “gaullista”, dado que se concluyó bajo los auspicios de una personalidad que era lo suficientemente conservadora para los gustos de la élite francesa y sus nuevos “tutores” estadounidenses, pero cuyo admirable patriotismo lo hizo querido para la Resistencia y su electorado. Con el colapso de la Unión Soviética y la desaparición de la amenaza comunista, no obstante, la élite francesa cesó de ver la necesidad de mantener el sistema de servicios sociales que adoptó solo de manera renuente. La tarea de desmantelar el “estado de bienestar” francés, emprendida bajo los auspicios de presidentes proestadounidenses como Sarkozy y hoy Macron, se facilitó por la adopción de facto del neoliberalismo por la Unión Europea, una ideología que abogaba por el retorno sin trabas del capitalismo del dejar hacer dejar pasar à l'américaine. Así reinició la guerra de clases que horadó la colaboración contra la Resistencia durante la II Guerra Mundial. Es en este contexto que la historiografía francesa se vio más y más dominada por un revisionismo que es critico de la Resistencia e indulgente con respecto a la colaboración e incluso con el propio fascismo. El libro de Annie Lacroix-Riz provee un antídoto muy necesitado para esta falsificación de la historia. Es nuestra esperanza que otros historiadores sigan su ejemplo e investiguen hasta que punto se ha rehabilitado a fascistas y colaboradores, y se ha denigrado a la Resistencia antifascista, por la historiografía revisionista – y por políticos derechistas – en otros países europeos, por ejemplo, Italia y Bélgica. Un señalamiento final está a la orden. Macron busca destruir el estado de bienestar que fue introducido a consecuencia de la Liberación para evitar los cambios revolucionarios defendidos por la Resistencia liderada por los comunistas. Él juega con fuego. En efecto, al intentar liquidar los servicios sociales que limitan, pero no evitan, la acumulación de capital y son así en lo esencial solo una molestia para el orden socioeconómico establecido, él esta removiendo un importante obstáculo para la revolución, una genuina amenaza existencial para ese orden. Su ofensiva disparó una resistencia masiva, la de los “chalecos amarillos”. Este grupo variopinto ciertamente no está liderado por una vanguardia comunista como la de la Resistencia de tiempo de guerra, pero en verdad parece tener potencial revolucionario. El conflicto entre un presidente que representa a la élite francesa y sus tutores estadounidenses y que es en muchas formas el heredero de Pétain, y, por otra parte, los gilets jaunes que representan a las masas plebeyas descontentas e intranquilas anhelando un cambio, herederos de los partisanos de la guerra, tal vez provoque que Francia experimente algo que eludió en tiempos de la Liberación: una revolución, y una real, no una épuration falsa.
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