Friedrich Engels, 1856. Por: Víctor Antonio Carrión Arias Resumen: El presente artículo repasa como, en los años 60 del siglo XX, el autodenominado marxismo occidental desautorizó los escritos filosóficos de Friedrich Engels, por considerarlos ajenos al auténtico pensamiento de Marx en lo relativo a la dialéctica de la naturaleza, la teoría del reflejo y la relación entre necesidad y libertad, esto último expresado con particular agudeza en la discusión sobre la estética marxista. Retomando los escritos del filósofo y crítico de arte soviético Mijaíl Lifschitz se evidencia que las consecuencias prácticas de las posturas estéticas de los marxistas occidentales son contrarias a todo movimiento democrático con base en las masas trabajadoras. La creación contra la dialéctica En los años 60 del siglo XX se posicionó en el mundo académico una versión del marxismo que luego se denominó como marxismo occidental y cuya influencia se incrementó en el período posterior a la derrota del proletariado soviético en 1991. Común a las diversas escuelas de marxismo occidental es la consideración de Engels como una “serpiente diabólica que incita a ese pecado original de donde – supuestamente – se deriva todo lo vulgar, lo dogmático, lo mecanicista y antidialéctico del marxismo ortodoxo”(PIEDRA ARENCIBIA, 2019, p. 66)[1]. En la obra de Jean-Paul Sartre, “Crítica de la razón dialéctica”, se sintetizan los argumentos repetidos una y otra vez por los marxistas antiengelsianos. Para el existencialista francés, toda posición materialista es ineludiblemente positivista y, por lo tanto, incompatible con la dialéctica, pues si “el pensamiento no es el todo, asistirá a su propio desarrollo como una sucesión empírica de momentos, y esta experiencia le entregará lo vivido como contingencia y no como necesidad” y si “el Conocimiento tiene que dejar que el Ser se desarrolle según sus propias leyes, ¿cómo evitar que los procesos... no se den como empíricos?” (SARTRE, 1963, p. 171). Siendo así, y puesto que “las leyes científicas son hipótesis experimentales verificadas por los hechos”, la afirmación de la universalidad de la dialéctica en la naturaleza no es susceptible de ninguna verificación, “[s]i se declara que un conjunto de leyes establecidas por los sabios representa a cierto movimiento dialéctico en los objetos de esas leyes, no se tiene ningún medio válido de probarlo” (SARTRE, 1963, p. 175). De tal manera, hablar de dialéctica de la naturaleza es imponer una regla a priori, un principio místico que suprime “al hombre desintegrándolo en el universo”, la dialéctica como ley del mundo, como verdad del ser es “idealismo dogmático” que “lleva necesariamente a la teoría del reflejo, a dar al hombre una razón constituida, es decir, a hacer del pensamiento un comportamiento rigurosamente condicionado por el mundo (lo que es), omitiendo decirnos que es también conocimiento del mundo” (SARTRE, 1963, p. 177). En la concepción sartreana Engels despoja a la dialéctica de su racionalidad y la convierte en una fatalidad metafísica que disuelve a los individuos reales “en un baño de ácido sulfúrico” subordinándolos a “no sé qué conjuntos superindividuales”, ya que “la dialéctica, si existe, es la aventura singular de su objeto. No puede haber en ninguna parte, ni en una cabeza ni en el cielo inteligible, un esquema preestablecido que se imponga a los desarrollos singulares” (SARTRE, 1963, p. 185)[2]. Según el argumento antiengelsiano de existir la dialéctica de la naturaleza el proceso de desarrollo social se regiría por leyes naturales que actúan a espaldas de los individuos sin importar lo que estos hagan. En opinión de Gajo Petrović, en tanto la praxis es “la actividad creadora, libre” esta es incompatible con la postura “la libertad como la necesidad conocida” pues esta última esclaviza al individuo a un desarrollo predeterminado (PETROVIC, 1985, pp. 47, 51), pero si el ser humano es creador, si las masas pueden cambiar la historia con su acción revolucionaria, toda dialéctica de la naturaleza es imposible pues la dialéctica solo existe y surge en y por la praxis humana. En la década de 1960, a la voz de Sartre se unió a la de Ernst Fischer y Roger Garaudy, “es necesario rechazar a priori el concepto de decadencia” dijo en relación al llamado arte de vanguardias “occidental”, ya que en abstraccionistas, cubistas y escritores modernistas no es posible constatar decadencia alguna puesto que, al contrario, todo esto forma parte integral de la cultura de izquierda occidental (SARTRE et al., 1964). Garaudy no solo repudió el concepto de decadencia, sino que disolvió toda diferencia entre ascenso y putrefacción al concebir que el objeto del arte “no es satisfacer una necesidad particular del hombre, sino su necesidad específicamente humana de objetivarse como creador” (GARAUDY, 1963, p. 256).Y la creación solo será digna de tal nombre al liberarse de toda atadura e imposición del mundo objetivo, al alcanzar un punto en que “el criterio de belleza ya no exige referencia a una realidad exterior a la obra” y lo real pasa a ser “función de la actividad del hombre” (GARAUDY, 1963, pp. 260–261). Lo sensible es desplazado por la creación de equivalencias plásticas capaces de expresar la vivencia de “fuerzas invisibles”, el arte ya no es reflejo, imitación, sino creación: El lenguaje del arte está estrechamente ligado a su objeto. Este es necesariamente, como tal, inexpresable. Es creador de mitos, es decir, de un “modelo” del hombre por hacerse, y más allá del concepto que expresa lo que ya está hecho, es poesía o símbolo, es decir, reencuentro inesperado de término que no nos da una realidad ya hecha, sino que nos indica, nos hace ver una realidad por hacerse... / El mito testimonia la presencia activa, creadora, del hombre en un mundo siempre en nacimiento y crecimiento. Toda gran obra de arte es uno de esos mitos. / El arte es por tanto conocimiento, pero conocimiento específico por su objeto y por su lenguaje: conocimiento por el hombre de su poder creador y en el lenguaje inexpresable de la poesía (GARAUDY, 1963, p. 267). En Garaudy la humanidad una vez libre de la dialéctica de la naturaleza y de la teoría del reflejo encuentra la auténtica libertad: En la concepción judeo-cristiana... la creación es lo primero, y la libertad del hombre, no se define ya como conciencia de la necesidad, sino como participación en el acto creador (GARAUDY, 1970). El acto creador supremo es la “Resurrección de Cristo”, “el paradigma de esta nueva libertad” que supera al anquilosado materialismo dogmático. Libertad y dialéctica de la naturaleza Sartre ve en el pensamiento de Engels el intento dogmático de aplicar principios a priori en la naturaleza y proyectarlos a la sociedad negando así la libertad del individuo. En la base de esta postura está la noción de una naturaleza que no puede ser dialéctica porque todo conocimiento científico natural es ineludiblemente empírico, contingente y a lo sumo hipotético. El único mundo organizado es aquel ya transformado por la praxis humana en tanto la “naturaleza sin el hombre” es un mundo no organizado y no inteligible (SARTRE, 1963, pp. 173, 180–181). Si bien “[t]odas las formas discursivas que parten de lo singular son experimentales, descansan sobre la experiencia”, esto no significa que la ciencia natural sea el dominio indiscutido de la inducción y el empirismo (ENGELS, 1961, p. 192). Quienes ven en la inducción la única vía de conocimiento de la naturaleza, suponen que siempre se pasa del juicio singular que registra el hecho aislado al juicio de lo particular que agrupa los hechos sueltos en una clase y verifica la transición de una en otra para llegar al juicio de lo universal, su expresión en forma de ley natural. Considerar el conocimiento de la naturaleza únicamente como un conjunto de momentos empíricos y contingentes degrada todo juicio universal al nivel de una hipótesis o, peor aún, al de una de tantas creencias y visiones que junto a otras tienen igual derecho a explicar el universo (religión, superstición, etc.) (ENGELS, 1961, p. 191). El fragmento “Los naturalistas en el mundo de los espíritus” de Engels resume de manera genial el inexorable paso del empirismo (y también del omniinduccionismo) al espiritismo. Los extremos se tocan, reza un viejo dicho de la sabiduría popular, impregnado de dialéctica. Difícilmente nos equivocaremos, pues, si buscamos el grado más alto de la quimera, la credulidad y la superstición, no precisamente en la tendencia de las ciencias naturales que, como la filosofía alemana de la naturaleza, trata de encuadrar a la fuerza el mundo objetivo en los marcos de su pensamiento subjetivo, sino, por el contrario, en la tendencia opuesta, que, haciendo hincapié en la simple experiencia, trata al pensamiento con soberano desprecio y llega realmente más allá que ninguna otra en la ausencia de pensamiento (ENGELS, 1961, p. 30). Afamados científicos, que realizan grandes aportes en la zoología, botánica, química y otros campos, aplican el método de la observación empírica para constatar la realidad del mesmerismo, frenología, espiritismo y presentan pruebas irrefutables del mundo fantasmal, de igual forma a como en tiempo reciente aparecieron quienes decían tener pruebas científicas irrefutables de que la pandemia de 2020 es causada por la redes 5G o que el dióxido de cloro es la cura a todos los males. Y si se objeta a estos creyentes que tales cosas no pueden ser comprobadas, “los visionarios nos replican que estamos equivocados y que no tienen inconveniente en ayudarnos a comprobar también, experimentalmente, los fenómenos espiritistas” (ENGELS, 1961, p. 39). En realidad, nadie puede despreciar impunemente a la dialéctica. Por mucho desdén que se sienta por todo lo que sea pensamiento teórico, no es posible, sin recurrir a él, relacionar entre sí dos hechos naturales o penetrar en la relación que entre ellos existe. Lo único que cabe preguntarse es si se piensa acertadamente o no, y no cabe duda de que el desdén por la teoría constituye el camino más seguro para pensar de un modo naturalista y, por tanto, falso. Y el pensamiento falso, cuando se le lleva a sus últimas consecuencias, conduce generalmente, según una ley dialéctica ya de antiguo conocida, a lo contrario de su punto de partida. Por donde el desprecio empírico por la dialéctica acarrea el castigo de arrastrar a algunos de los más fríos empíricos a la más necia de todas las supersticiones, al moderno espiritismo (ENGELS, 1961, p. 39). El candor empirista es impotente ante este tipo de supersticiones, “porque a los espiritistas les tiene sin cuidado el que cientos de supuestos hechos resulten ser un fraude y docenas de supuestos médiums sean desenmascarados como vulgares estafadores. Mientras no se hayan descartado, uno por uno, todos los supuestos portentos, siempre les quedará terreno bastante donde pisar...” (ENGELS, 1961, pp. 39–40) y porque la superstición frecuentemente se apoya en el empirismo estrecho pues le permite argumentar que la prueba positiva de los fenómenos sobrenaturales aún está por encontrarse y por ello no se puede descartar su existencia. El empirismo ya abraza al misticismo al convertir en un absoluto la afirmación “solo podemos conocer lo finito” pues “nos hallamos más o menos circunscritos a nuestra pequeña tierra”. Dogma empirista asumido por Sartre al afirmar que la dialéctica de la naturaleza es indemostrable ya que esta solo tiene sustento racional en nuestra praxis, que solo es una parcela en medio del amplío universo. Argumento bastante antiguo y al que Engels ya se enfrentó en sus manuscritos. Para el gran amigo de Marx solo podemos conocer lo finito, pero en el fondo, sólo podemos conocer lo infinito, “todo conocimiento verdadero y exhaustivo consiste simplemente en elevarse, en el pensamiento, de lo singular a lo especial y de lo especial a lo universal, en descubrir y fijar lo infinito en lo finito, lo eterno en lo perecedero” (ENGELS, 1961, pp. 198–199). El conocimiento de la infinitud se da en y a través de la finitud, toda conclusión inductiva es la fijación de lo universal en lo individual (y en tal sentido se convierte en su contrario, deducción), una negación que es a su vez negada. Así como la infinitud de la materia cognoscible se halla integrada por una serie de finitudes, la infinitud del pensamiento que conoce de un modo absoluto se halla formada también por un número infinito de mentes humanas finitas, que laboran conjunta o sucesivamente por alcanzar este conocimiento infinito, cometiendo pifias prácticas y teóricas, partiendo de premisas erróneas, unilaterales, falsas, siguiendo derroteros equivocados, torcidos e inseguros y, no pocas veces, sin acertar siquiera a llegar a resultados certeros cuando se dan de bruces con ellos... (ENGELS, 1961, p. 199) En la concepción de Engels, nuestro pensamiento “es tan soberano cuanto no soberano, y su capacidad de conocimiento es tan ilimitada como limitada”, ilimitada según la “disposición, la inspiración, la posibilidad, el objetivo histórico final” y limitada “según la realización individual y la realidad de cada momento” (ENGELS, 1968, p. 76). Todo lo finito que cae en nuestro radio de acción es lo infinito en el interior de ese proceso en el que nos acercamos al conocimiento de la infinitud por medio de la finitud. Para Sartre la dialéctica de la naturaleza es irracional e innecesaria en tanto la dialéctica en general fue descubierta y definida “en las relaciones del hombre con la materia y en las de los hombres entre sí” (SARTRE, 1963, p. 174), esta nada tiene que hacer en la naturaleza “extrahumana” o en las ciencias naturales. Evidenciándose esa división absoluta entre humanidad y naturaleza que es consustancial a toda concepción que limita la dialéctica al mundo social, pues para ello siempre debe recurrir a la más tosca concepción empirista del conocimiento en general y de las ciencias naturales en particular[3]. El prejuicio empirista de los enemigos de la dialéctica de la naturaleza confluye con la visión metafísica de la casualidad y la necesidad: si nuestro conocimiento es finito y contingente entonces “lo que puede reducirse a leyes, o sea lo que se conoce, es interesante y lo que no se conoce, lo que no se sabe reducir a leyes, indiferente y que, por tanto, se puede prescindir de ello” (ENGELS, 1961, p. 184). Lo que se puede explicar es natural y lo que no se puede explicar se atribuye a lo sobrenatural, tal la consecuencia de la contraposición absoluta entre casualidad y necesidad con la que “cesa toda ciencia, ya que ésta debe precisamente investigar lo que no conocemos” (ENGELS, 1961, p. 184). Si la dialéctica termina en el mundo de la praxis el más allá es ese mundo no organizado, ininteligible en el que pueden habitar Dios, los espíritus de los muertos o los chakras del tercer ojo. En tanto la praxis guarda para sí el poder de insuflar de dialéctica a un mundo sin dialéctica. La idea anterior de la necesidad falla. Aferrarse a ella equivale a querer imponer a la naturaleza como una ley la determinación arbitraria del hombre, contradictoria consigo misma y con la realidad, equivale, por tanto, a negar toda necesidad interior en la naturaleza viva y a proclamar de un modo general el caótico reino del acaso como única ley de la naturaleza viviente (ENGELS, 1961, p. 187). Al abordar el problema de la necesidad y la casualidad, Engels tiene en gran estima la posición de Hegel, en la “Ciencia de la Lógica”. Lo casual no tiene fundamento, porque es casual y tiene fundamento porque es casual. Lo casual es lo real que es determinado como posibilidad e imposibilidad, existe como expresión de la unidad inmediata de realidad con posibilidad. Lo necesario es un real que en lo inmediato carece de fundamento, pero tiene realidad por medio de su fundamento. “Lo necesario existe, y este ser existente es, él mismo, lo necesario” (HEGEL, 1976, p. 483), la necesidad es el resultado de una larga serie de casualidades y las casualidades resultan del choque de diversas necesidades que se anulan entre sí (ENGELS, 1961, pp. 186–187). ¿Acaso esta concepción de necesidad es compatible con la libertad y con la creación como cualidades humanas? Libertad y teoría del reflejo En los años 60 del siglo XX la discusión sobre la relación de libertad y necesidad se expresó de modo agudo en el ámbito de la estética marxista. Muy conocidas en América Latina fueron las posturas de Ernst Fischer y Roger Garaudy, adscritos a las posiciones del autodenominado marxismo occidental o “antidogmático”. En Fischer el corazón del arte es el mito. Con el final de la Edad Media y la pérdida del mito religioso se formó un vacío tan grande que todo el desarrollo histórico ulterior no ha sido más que una lucha por restablecer o crear una nueva mitología. Una continúa rebelión contra los cánones de la belleza del Renacimiento, primero apelando a la fealdad salvaje y agresiva, luego explorando el mundo lumpen en pos de lo prohibido, condenado y desterrado. Al desplazar la pintura histórica a la religiosa el contenido menguó en favor de la forma, “toda pintura que pretenda representar un acaecimiento histórico se revela como ficción, no como reproducción”. La libertad guiando al pueblo de Delacroix “realiza el intento, precursor del futuro, de transformar lo histórico en mítico”, ninguna pintura puede reflejar un hecho histórico; el tema, el contenido de tales obras es secundario, lo importante no es el hecho histórico, sino la vivencia que se transmite en la figura, ritmo y color . Lo formal no refleja el mundo externo, sino el ser en sí, la dimensión subjetiva, psíquica que es la finalidad y cumbre del arte, “la inmersión en la interioridad, en lo difícil e indecible”, de modo que el arte es la exteriorización de la introspección, “la desvalorización del tema [religioso o histórico] fue al mismo tiempo un apartarse de la 'ideología', de la consciencia falsa” para ir no hacia lo que es o fue, sino hacia lo que podría ser y así complementar a la razón y la ciencia con la imagen mítica (FISCHER, 1968, passim.). Para Garaudy, la emancipación del arte da inicio con los impresionistas cuyo mérito histórico fue demostrar “que no existe una visión del mundo exterior válida de una vez por todas” y desafiar el principio de que “el objeto esencial de la pintura era la reproducción de las apariencias sensibles”. Merced a la invención de la fotografía la pintura se libera de su función utilitaria de reproducir el mundo lo que permite el advenimiento del cubismo, con el que tenemos finalmente la verdadera pintura. “El objeto ya no es un modelo. La imitación ya no puede ser un fin. El tema ya no puede ser una coartada” (GARAUDY, 1963, pp. 40–41). Con los cubistas se constituye “la creación plástica propiamente dicha”, que al ya no estar sometida a la obligación de imitar el mundo natural o social colocará en primer plano sus verdaderas virtudes (GARAUDY, 1963, p. 42). Las leyes de la plástica desplazan a las leyes de la naturaleza, se reivindica “la primacía de la creación sobre la imitación, de proclamar la voluntad de hacer una pintura que solo sea pintura”, de manera que “[l]a tarea que se asigna la pintura, a partir del cubismo, ya no es la de reproducir el mundo existente, el de la naturaleza, sino de crear un mundo nuevo, un universo propiamente humano” (GARAUDY, 1963, p. 44). Las posiciones de Fischer y Garaudy aparecieron bajo la pretensión de ser la restitución de la libertad a su justo sitial en la teoría marxista, restauración del auténtico pensamiento de Marx desfigurado por el dogmatismo, en el que el rasgo más importante de la libertad se fija en el poderío del artista para la creación de mitos. En Fischer la personalidad del artista es más libre mientras más se sumerja en sí misma, en su propia dimensión existencial, la verdadera creación no está en reflejar la realidad sino en mixtificarla o, lo que es mejor aún, en prescindir de todo contenido o tema, pues un arte sin contenido es expresión de una individualidad libre de ideologías. Garaudy, por su parte, se levanta contra la tiranía del mundo carnal sensible, el mundo pecaminoso que mancha con su terrenalidad la creación artística, esta debe sacudirse de tan oprobioso yugo para así dar a paso a la creación genuina, la creación de mitos en los que el ser humano por fin contemplará su propio poder. Es necesario anotar que en la época las traducciones favorecieron la difusión de los puntos de vista de Ernst Ficher, Roger Garaudy, Jiri Hajek y Jean-Paul Sartre, con un único antagonista admitido, Gyorgy Lukács. Por lo que a cincuenta años de distancia, nuestro conocimiento de la discusión en torno a la estética marxista de los años 60 es muy incompleto. La norma era y es que los pensadores provenientes del campo socialista fuesen descartados como dogmáticos, a menos que formasen parte de los “disidentes”. Tal vez esta sea la razón por la que se ignoró la voz de Mijaíl Lifschitz, uno de los pensadores marxistas más importantes del siglo XX y partícipe en todos los debates en el campo de la estética y la filosofía que tuvieron lugar a partir de la década de 1920. Lifschitz ingresó en la polémica de los 60 con su manifiesto, publicado en la revista checoslovaca Estetika, “¿Por qué no soy un modernista?” (1964), al que siguieron toda una serie de escritos de tono combativo en los que se disecciona la esencia del modernismo artístico y las posiciones de los marxistas á la Fischer o Garaudy. Sobre estos últimos, no obstante, ya emitió su valoración en comunicaciones privadas recientemente publicadas. En una carta fechada el 26 de noviembre de 1963 dirigida al crítico checoslovaco Vladimir Dóstal, calificó al libro “De un realismo sin fronteras” de Roger Garaudy, de la siguiente forma: ... es el habitual liquidacionismo. Garaudy lo puede todo; él puede, dado el caso, demostrar que el marxismo jamás contradijo el dogma de la inmaculada concepción y por eso los comunistas deben ir cogidos de la mano con los católicos... (LIFSCHITZ, 2018a, pp. 188–189). En una misiva posterior amplió su valoración de las posiciones de Ernst Fischer, Sartre y Garaudy: ... ¿acaso cuando se trata acerca de las vías de renacimiento del arte es posible apoyarse en que “no hay mal que por bien no venga” y que al recuperarse de una enfermedad la gente a veces pierde algo? Poco se sabe de lo que ocurre en la realidad concreta, que siempre es más astuta que nuestros esquemas. ¿Acaso por ello es necesario renunciar a las líneas principales? Ya que todas estas digresiones de Fischer y Co. son desde el punto de vista de Lenin: lamentable eclecticismo, lavado de límites, intentos de apoyarse en momentos parciales, en detalles, oscureciendo el sentido del cuadro general, borrando la escala real de las cosas (LIFSCHITZ, 2018a, p. 192). En octubre de 1965, Mijaíl Lifschitz le escribió a Lukács; “Ernst Fischer ya llegó del todo a la construcción de dios al modo de 1908-1910. Garaudy hace lo mismo” (LIFSCHITZ; LUKÁCS, 2018, p. 216). La analogía con la desviación surgida entre militantes del partido bolchevique decepcionados por la derrota de 1907 que pretendieron encontrar una salida en la elaboración de una fe religiosa revolucionaria, no era gratuita. Es bien sabido que Lenin condenó de modo resoluto estos intentos tal y como se constata en su correspondencia con Máximo Gorki y en “Materialismo y Empiriocriticismo”. Y Lifschitz percibió con claridad que Fischer y Garaudy al reivindicar al mito como corazón del arte despojan al marxismo de sus tesis básicas, en una operación de liquidacionismo teórico. Aunque, se podría argumentar que Lifschitz estaba irremediablemente anclado en la fidelidad a principios que ya no tenían fundamento en el mundo contemporáneo o lo que es más, si seguimos a Sartre, es posible afirmar que esta liquidación era necesaria para reconciliar al marxismo con la libertad individual y la democracia. La polémica de Mijaíl Lifschitz contra el modernismo en los años 60 y 70 está atravesada por la necesidad de concebir la teoría en unidad con la práctica, del análisis concreto de todo fenómeno de la naturaleza, sociedad o pensamiento. No solo en sus enunciados, sino en su lógica en la historia real. No se debe dar excesivo valor a la lucha de ideas, pero solo mientras ante nosotros jueguen a la guerra con jactancia los sabios de diván. Cuando esas ideas conquistan a las masas, ellas vienen a ser fuerzas materiales y si estas ideas son falsas, entonces ellas devienen en fuerza destructiva y terrible (LIFSCHITZ, 2018b, p. 177). ¿Es posible apelar a la creación de mitos en pos de alcanzar los más nobles ideales? Lifschitz es categórico en su respuesta, las intenciones subjetivas poco importan, la lógica de las cosas actúa por sí misma: Cuando la filosofía hace de la ceguera su principio, y no de la visión, cuando ella se alía con las sombrías fuerzas de la noche, nada tiene que acusar al mundo. Aceptasteis las condiciones del trabajo, la solución ya no depende de vosotros (LIFSCHITZ, 2018c, p. 145). En el camino señalado por Fischer y Garaudy la forma desplaza al contenido, se cierra los ojos al mundo real para hundirnos en la subjetividad de lo indecible, la historia se tergiversa de modo consciente ya que la libertad se cifra no en conocer, sino en “crear” y la “creación” es el acto divino de la resurrección de Cristo. En resumen, “el rechazo de la imagen real... el embuste y la validación de la ficción intencionada, el entusiasmo estimulante, esto es, la superchería consciente, la creación de mitos” (2018c, p. 151). Quien persigue la creación de mitos busca “el aplastamiento de la consciencia consciente” y fugar a la superstición en un afán constante “de romper el espejo de la vida o, por lo menos, de volverlo turbio, opaco” (2018c, p. 151), no importa si esto se hace en nombre del auténtico marxismo o de las ideas progresistas de Occidente, el resultado será siempre el mismo, las ideas más reaccionarias poblarán la consciencia: … y la pluralidad de intelectos, y el 'historicismo' demoníaco que se convierte en negación plena de la verdad objetiva, y la ineluctabilidad de la destrucción como principio creativo, y la mixtura de ideas místico reaccionarias con el espíritu innovador ultraizquierdista, y la supremacía de la insolente irracionalidad sobre el cadáver de lo lógico, y el regreso no a lo bello, sino a lo más burdamente primitivo como si fuese alta cultura, y también la igualdad de enfermedad y salud con cierta supremacía de lo primero (2018b, p. 175). La negación de la verdad objetiva, de la teoría del reflejo y de la dialéctica de la naturaleza en provecho de una praxis que no es la actividad real, la acción crudamente material de la humanidad, sino un demiurgo que engendra la realidad, la subordina para convertirla en una “función de la actividad del hombre” no es ni la liberación ni el camino a la liberación, más bien todo lo contrario: Es la venganza del siervo, su liberación imaginaria del yugo de la necesidad, una salida fácil. ¡Y si solo fuese una salida! Existe una trabazón fatal entre la forma de protesta servil y la propia opresión (LIFSCHITZ, 2018c, p. 152). Marxistas del tipo Fischer y Garaudy nos piden repudiar el pensamiento racional y los sentimientos diáfanos en provecho de una nueva superstición que se impone no a través de la comprensión, sino mediante la hipnosis de masas. En opinión de Lifschitz, teorías semejantes anhelan la multitud dirigida mediante la sugestión “capaz de correr tras la carroza del Cesar”, no al pueblo que se conforma de personalidades conscientes, no a la actividad autónoma de las masas, sino “la sustitución de la verdad objetiva y su imagen real por la hipnótica voluntad artística capaz de torcer la consciencia de la gente en todos los lados y en obligar al espectador a engullir todo lo que convenga” (LIFSCHITZ, 2018d, p. 95). Un urinario es seleccionado por alguien y colocado en un museo, se nos dice que esto no solo es arte, sino la expresión suprema de la creatividad humana, ¿por qué se atribuye al supuesto artista tan alto grado de genialidad? ¿por qué no a los obreros que fabricaron el urinario? Por un sencilla razón, lo que importa aquí es la apoteosis de la “personalidad creativa” y no el resultado, la obra es en todo caso innecesaria (LIFSCHITZ, 2018e, pp. 127–129). Aquí la apoteosis de la personalidad “creadora” se entrelaza con la negación del contenido objetivo de la consciencia que se considera nociva (“ideología” en Fischer) o imposible (Sartre) en virtud de su absoluta condicionalidad dando pie a la división de la humanidad en dos estratos: Unos son producto ciego de su medio y de la influencia sobre ella de diferentes medios de comunicación, como la literatura, pintura, cinematografía, televisión y otros poderosos instrumentos de control de consciencias ajenas; otros permanecen tras bastidores y controlan a la masa de seres sencillos. Estos tecnócratas, behavioristas, ingenieros en relaciones humanas, sociólogos; para abreviar, sacerdotes egipcios que están a la cabeza de la sociedad (LIFSCHITZ, 2018f, p. 127). De una parte está el “creador”con el don de imponer a las manchas amorfas como arte sublime y de la otra la masa simplona que baja la cabeza y se somete a los designios de esta casta intelectual. En numerosos pasajes de su crítica al modernismo y la sociología vulgar Lifschitz señaló que oculto tras la vocinglería ultraizquierdista se encuentra un viejo prejuicio secular inherente al dominio de clases que revela la estrecha relación entre la separación del trabajo manual e intelectual y el surgimiento de la propiedad privada y el Estado. Engels en un pasaje de “El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre” señala: Se desarrollaron el derecho y la política y, con ellos, el reflejo fantástico de las cosas humanas en la cabeza del hombre: la religión. Ante estas creaciones, que empezaron presentándose como productos de la cabeza y que parecían dominar las sociedades humanas, fueron pasando a segundo plano los productos más modestos de la mano trabajadora, tanto más cuanto que la cabeza encargada de planear el trabajo pudo, ya en una fase muy temprana de desarrollo de la sociedad (por ejemplo, ya en el seno de la simple familia), hacer que el trabajo planeado fuese ejecutado por otras manos que las suyas. Todos los méritos del rápido progreso de la civilización se atribuyeron a la cabeza, al desarrollo y a la actividad del cerebro... (ENGELS, 1961, p. 145) Quienes ven al trabajo intelectual como el único verdaderamente creativo al punto de considerar que la materia es un obstáculo a ser eliminado en el camino para la plena expresión de la personalidad creadora solo desnudan hasta qué punto sus consciencias están atrapadas por las ideas más odiosas de las clases dominantes. El sacerdote católico pronuncia unas palabras mágicas y convierte el simple H20 en agua bendita, sustancia con poderes sobrenaturales, de igual manera el artista modernista prepara un discurso enrevesado que le otorga el poder superhumano de metamorfosear una banana pegada con cinta adhesiva en la pared en poderosa expresión del espíritu humano. Paradójicamente, en tanto más ruidosa sea la proclama del artista de su total libertad con respecto a la realidad exterior más se encuentra sometido a la más grosera cosificación. La postergación del tema, el desalojo del contenido que tanto fascinaron a Ernst Fischer como un apartamiento de la ideología y a Garaudy como la liberación de la creación pura se liga con el dominio del trabajo abstracto sobre el trabajo concreto, de lo muerto sobre lo vivo que se da en la vida económica de la obra de arte modernista “completamente ficticia desde el punto de vista de su base cualitativa, natural” (LIFSCHITZ, 2018d, p. 75). Cuando el capital somete la creación espiritual a las leyes de la producción material, toda la perversidad de este régimen social, la hipertrofia de las formas sociales que le es inherente, el aislamiento del contenido real, se manifiesta en la febril convencionalidad que alcanza dimensiones gigantes. La obra del artista, que en su lado convencional posterga más y más el valor de la representación de la vida, es el objeto ideal para la especulación. El capital entra en esta esfera sirviéndose de las manchas de tinta de Pollock o de los recibos que Klein daba a sus compradores en lugar de un cuadro, como simples signos del valor, indiferentes en esencia con el mérito estético de la pintura. Ello no incomoda al contenido real de la mercancía (2018d, p. 75). La más brutal mistificación capitalista es la forma vacía de contenido capaz de fructificar su valor con independencia de la reproducción, la producción material es negada, el capital aparece como sustancia que se valoriza a sí misma como interés, dividendos y especulaciones. Una obra de arte se valúa y se comercia en función de su cotización monetaria presente y futura hasta que finalmente el único valor de la obra es su valor, porque carece de todo contenido estético. Breves conclusiones Sartre negó la dialéctica de la naturaleza apoyándose en una concepción empirista del conocimiento en las ciencias naturales, ya Engels advirtió que esta posición conduce al peor tipo de superstición y aunque Sartre no era un devoto espiritista, sus criterios nos llevan en última instancia a otro tipo de mixtificaciones. En tanto y cuanto para Sartre solo existe lo individual, la dialéctica se reduce a la acción libre del individuo contrarrestada por la necesidad entendida como el conjunto de acciones de los otros, por ende, mi libertad termina donde empieza la de los demás[4]. Para Sartre lo infinito, si existe, es la sucesión de las cosas finitas que están unas junto a las otras en un espíritu que recuerda a William de Ockham, por lo que en él está ausente toda verdadera dialéctica y le es incomprensible la tesis de Engels: el conocimiento de la infinitud se da en y a través de la finitud. Los postulados de Sartre contienen una noción de libertad que requiere la anulación total de la necesidad. De allí su rechazo al reflejo, pues a su entender si el conocimiento es reflejo del mundo esté es condicionado y por lo tanto no es libre, concepción que encuentra su máxima expresión en las tesis estéticas de Ernst Fischer, Roger Garaudy y del propio Sartre que se reducen a la idea introspeccionista de Wundt: el conocimiento auténtico de la personalidad humana está en la contemplación del Yo depurado de toda carnalidad sensible. Posición que poco se diferencia de la religiosidad y su búsqueda de las verdades más altas en lo profundo del alma. La contraposición abstracta de imitación y creación desemboca en el reemplazo del reflejo por el mito que se introduce como fuente nueva y superior de verdad. No el mundo sensible, sino el mundo interno, indecible e inexpresable, esto es, se llega al rechazo de la tesis básica del marxismo, el ser social determina la consciencia. Irónicamente tales construcciones teóricas terminan en la apología de la falsedad, la superstición consciente y el ritual hipnótico cuyos modelos reales son la violencia y demagogia de las clases propietarias. El arte vaciado de contenido se reduce a la apoteosis de la personalidad del artista que encerrada en sí misma deriva en la pose y la gestualidad propias a todos los sumos sacerdotes desde los tiempos de Chavín de Huántar y cuyo único contenido es la exaltación de los rasgos parasitarios de las clases dominantes y que existe sometida al fetichismo de la forma valor llevado a su extremo. Pese a todas las ilusiones e incluso a despecho de las buenas intenciones de quienes buscaron la libertad en una praxis libre de su materialidad, en un conocimiento ajeno a todo reflejo y en una creación ajena a toda necesidad el resultado es la capitulación ante las ideas que consagran la esclavitud secular de clase. El reflejo más o menos profundo de la realidad es producto del trabajo arduo de las manos y la cabeza, una labor difícil que choca con la resistencia obstinada de la materia que a despecho de todos nuestros deseos persiste en su propias leyes y que solo se somete cuando nos sometemos a ella. Hegel ha sido el primero en exponer rectamente la relación entre libertad y necesidad. Para él, la libertad es la comprensión de la necesidad. “La necesidad es ciega sólo en la medida en que no está sometida al concepto.” La libertad no consiste en una soñada independencia respecto de las leyes naturales, sino en el reconocimiento de esas leyes y en la posibilidad, así dada, de hacerlas obrar según un plan para determinados fines. Esto vale tanto respecto de las leyes de la naturaleza externa cuanto respecto de aquellas que regulan el ser somático y espiritual del hombre mismo: dos clases de leyes que podemos separar a lo sumo en la representación, no en la realidad. La libertad de la voluntad no significa, pues, más que la capacidad de poder decidir con conocimiento de causa. Cuanto más libre es el juicio de un ser humano respecto de un determinado punto problemático, con tanta mayor necesidad estará determinado el contenido de ese juicio; mientras que la inseguridad debida a la ignorancia y que elige con aparente arbitrio entre posibilidades de decisión diversas y contradictorias prueba con ello su propia ilibertad, su situación de dominada por el objeto al que precisamente tendría que dominar. La libertad consiste, pues, en el dominio sobre nosotros mismos y sobre la naturaleza exterior, basado en el conocimiento de las necesidades naturales; por eso es necesariamente un producto de la evolución histórica (ENGELS, 1968, p. 104). Las obras de los años 60 y 70 de Mijaíl Lifschitz tuvieron la virtud de evidenciar ese vínculo no siempre comprendido entre la concepción marxista de libertad y necesidad que se encuentra implícita en la obra de Marx y expuesta por Engels en sus trabajos filosóficos más conocidos, que es el verdadero fundamento de toda concepción democrática que apela a las masas y se encuentran inserta en las ideas y práctica de Lenin. Que nuestra bandera sea la doctrina de Lenin. Esta es la doctrina sobre la iniciativa propia de las masas populares y todo cesarismo junto con esa atmósfera que le es inherente de milagros y supersticiones, es hostil a nuestras ideas. Estamos por la combinación del entusiasmo popular vivo con la clara luz de la ciencia y la comprensión de la genuina realidad, accesible a todo hombre que sepa leer y escribir, con todos los elementos de la cultura artística desarrollada, obtenida por la gente que como personalidad acaba de salir de la obediencia ciega a las formas heredadas de vida (LIFSCHITZ, 2018c, pp. 155–156). Notas: 1 El lector puede encontrar un análisis minucioso de la argumentación filosófica antiengelsiana en el libro de Rogney Piedra Arencibia “Marxismo y dialéctica de la naturaleza” (EDITHOR, 2019). 2 Néstor Kohan toma la acusación contra Engels y la erige en fundamento de una concepción general de la historia del marxismo. El materialismo de Engels, que supuestamente es muy distinto al materialismo de Marx, “terminó naturalizando la historia” y subordinando el sujeto al objeto “como una construcción ontológica de la cual se derivan, en segundo momento, consecuencias gnoseológicas”, perdiéndose así “la unidad sujeto-objeto”. Engels sentó, supuestamente, el núcleo de pensamiento seguido por Karl Kautsky y Gueorgui Plejánov, “un determinismo histórico lindante con el fatalismo” que “hará escuela en los principales exponentes de la recepción dogmática y eurocentrista del marxismo latinoamericano” (KOHAN, 2003, pp. 33, 38–39). 3 “El quid del problema radica en que, Schmidt, acepta sin crítica las representaciones propias del positivismo sobre el método y el objeto de las ciencias naturales. Asimismo, sucede con Lucio Colletti para quien la ciencia siempre ha sido y será metafísica en el sentido positivista. En esto consiste la inconfesa idolatría a las ciencias naturales por parte de estos marxistas, manifiesta en su virtual abandono de la reflexión filosófica sobre esta importante área. Y, una vez más, encontramos otra inconsecuencia común en los críticos de Engels. Es típico de los existencialistas (Sartre, Abbagnano, etc.) acusar a la dialéctica engelsiana de la naturaleza de positivista; pero en realidad – y esto es muy irónico –, en la práctica teórica, son ellos y no Engels los que terminan en la postura positivista respecto al tema que nos incumbe” (PIEDRA ARENCIBIA, 2019, pp. 183–184). 4 Ver SARTRE, 1963, pp. 393–402. Bibliografía:
ENGELS, Federico. Dialéctica de la naturaleza. 1" ed. CDMX: Grijalbo, 1961. ENGELS, Federico. Anti-Dühring. La subversión de la ciencia por el señor Eugen Dühring. CDMX: Grijalbo, 1968. FISCHER, Ernst. Arte y coexistencia. 1ra. ed. Barcelona: Ediciones Península, 1968. GARAUDY, Roger. D’un réalisme sans rivages. París: PLON, 1963. GARAUDY, Roger. ¿Se puede ser comunista hoy? 1ra. ed. CDMX: Grijalbo, 1970. HEGEL, G. W. F. Ciencia de la Lógica. 4. ed. Buenos Aires: Ediciones Solar, 1976. KOHAN, Néstor. Marx en su (Tercer) Mundo. 2" ed. La Habana: Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello, 2003. LIFSCHITZ, Mij. En defensa de la tribu de los insolentes. En: El arte y la ideología. Quito: EDITHOR, 2018. a. p. 186–212. LIFSCHITZ, Mij. ¡Cuidado con la humanidad! En: El arte y la ideología. Quito: EDITHOR, 2018. b. p. 159–185. LIFSCHITZ, Mij. ¿Por qué no soy un modernista? En: El arte y la ideología. 1ra. ed. Quito: EDITHOR, 2018. c. p. 139–156. LIFSCHITZ, Mij. Fenomenología de la lata de conserva. En: El arte y la ideología. 1ra. ed. Quito: EDITHOR, 2018. d. p. 62–99. LIFSCHITZ, Mij. El modernismo como fenómeno de la ideología burguesa contemporánea. En: El arte y la ideología. Quito: EDITHOR, 2018. e. p. 112–138. LIFSCHITZ, Mij. Sociología vulgar. En: Libertad de la personalidad. 2da. ed. Quito: EDITHOR, 2018. f. p. 101–128. LIFSCHITZ, Mij.; LUKÁCS, Georg. Sobre la situación del marxismo y la lucha de ideas. En: El arte y la ideología. Quito: EDITHOR, 2018. p. 213–218. PETROVIC, Gajo. El materialismo histórico, la filosofía de la praxis y el pensamiento de la revolución. En: Praxis y filosofía. Ensayos en homenaje a Adolfo Sanchez Vazquez. CDMX: Grijalbo, 1985. p. 39–56. PIEDRA ARENCIBIA, Rogney. Marxismo y dialéctica de la naturaleza. 2da. ed. Quito: EDITHOR, 2019. SARTRE, Jean-Paul. Crítica de la Razón Dialéctica. Tomo I. Buenos Aires: Editorial Losada, 1963. SARTRE, Jean-Paul; GARAUDY, Roger; FISCHER, Ernst; HAJEK, Jiri; HOFFMEISTER, Adolph; KUNDERA, Milan; PUJMAN, Petr. Entretien à Prague sur la notion de «décadence». La Nouvelle Critique, [S. l.], n. 156–157, p. 71–84, 1964.
1 Comentario
Por: Víctor Antonio Carrión Arias
Resumen: En las últimas dos décadas la obra del filósofo Evald Iliénkov ha suscitado gran interés en el mundo académico, sin embargo, este interés subestima o ignora la influencia que las ideas de Vladimir Ilich Lenin ejercieron sobre Iliénkov en virtud del ambiente intelectual imperante tras el final de la Guerra Fría. En el presente artículo se examina la influencia leninista que penetra todas las posiciones filosóficas de Evald Iliénkov como exponente de la dialéctica materialista. Lenin y Evald Iliénkov en la época de la contrarrevolución mundial Nuestros tiempos son indudablemente hostiles a la figura de Vladimir Ilich Lenin, son comunes todo tipo de juicios negativos contra el revolucionario ruso. Invectivas que provienen no solo de quienes militan en alguna tendencia del anticomunismo, sino de “amigos” e ilustres académicos que se dicen marxistas. Podemos dar algunos ejemplos, Diego Guerrero afirma con gran desdén que la teoría de Lenin sobre el imperialismo y los monopolios es de lo más vulgar (GUERRERO, 2011, p. 11). Para Vadim Mezhuev el pensamiento de Lenin es una teoría que hace pasar por marxismo la tradicional apología rusa del “despotismo de Estado”(MEZHUEV, 2007, p. 27). David Bakhurst asevera que Lenin no puede ser tomado en serio como filósofo y su libro “Materialismo y empiriocriticismo”, con su “realismo simplón”, lanzó un “hechizo” que resultó nefasto para el pensamiento soviético (BAKHURST, 2018). Nos encontramos aquí con la subordinación intencional o inconsciente al torrente de los acontecimientos y a las normas de conducta impuestas por el bando triunfador de la Guerra Fría. Michael Parenti señaló que el marco ideológico anticomunista, ampliamente propagandizado en los últimos 100 años, se caracteriza por asemejarse más “una ortodoxia religiosa que a un análisis político” y por la capacidad de “transformar cualquier dato existente sobre las sociedades comunistas en evidencia hostil” (PARENTI, 2001, p. 41). Y este es un marco ideológico que afecta a personas de todo el espectro político incluyendo a izquierdistas que “se sienten obligados a establecer su credibilidad al complacer [al establishment] con una genuflexión anticomunista y antisoviética” (PARENTI, 2001, p. 43). Naturalmente, el interés en derredor de la obra del filósofo soviético Evald Vasilíevich Iliénkov (1924 – 1979) [i] no es ajeno a esta atmósfera intelectual. Bakhurst en su libro pionero “Consciousness and Revolution in Soviet Philosophy” describe la valoración que la intelectualidad de Europa Occidental, Estados Unidos y Canadá tenía del pensamiento soviético en 1991: ... la opinión prevaleciente en Occidente es que los filósofos en la Unión Soviética no produjeron nada de sustancia intelectual (BAKHURST, 1991, p. 1). La contrarrevolución triunfó, desapareció la Unión Soviética y el campo socialista, los años pasaron, sin embargo, el criterio de la academia occidental no se modificó. El 7-8 de septiembre de 1999 se realizó un simposio dedicado a la obra de Evald Iliénkov en la Universidad de Helsinki y en una de las intervenciones la cultura filosófica soviética fue calificada como “un sistema dogmático realizando, primero y ante todo, una función ideológica”, una cultural anormal “en el sentido de no corresponderse con la naturaleza del pensamiento filosófico”, de gran “pobreza intelectual” y que limitó todo desarrollo (VAN DER ZWEERDE, 2000). En otras palabras, los intelectuales occidentales miran al período soviético como una nueva era oscura, de poco o ningún valor en el campo de la ciencia o la cultura, un tiempo de barbarie. Por supuesto, existen matices. Unos ven al mundo soviético como algo uniformemente gris y mediocre, otros señalan que existieron figuras solitarias brillantes o breves períodos en que se dio algo de espacio al pensamiento independiente [ii]. Este modo de concebir la vida filosófica soviética sigue en rasgos generales la matriz creada por Józef Bochénski, eminente ideólogo de la Guerra Fría, quien escribió que los pocos que pretendían desarrollar una actitud filosófica en la URSS eran “barbara y sistemáticamente atacados y liquidados”, quedando en su lugar los mediocres que “no proponen ideas originales”, “no buscan la verdad, sino que se esfuerzan en difundir propaganda” siendo que la filosofía soviética está “simple y llanamente desprovista de todo sentido” (BOCHÉNSKI, 1963, pp. 112, 121–122). La vida y obra de Evald Iliénkov también se asimila en el marco de estas pautas de interpretación. Como lo vemos en el siguiente ejemplo: [Iliénkov] perteneció a la generación de los 60 o, más precisamente a los llamados schestidesiatniki, cuyos ideales y fines tomaron forma en el período de 'deshielo' del reinado de Jruschov, que comenzó tras el 20mo. Congreso del Partido Comunista Soviético en 1956. Los intelectuales schestidesiatnik aún creían que era posible reformar el sistema socialista, y en consecuencia la decepción fue grande cuando se volvió claro que el desarrollo de la sociedad soviética en los tiempos de Brezhnev no progresó hacia un socialismo más humano y cultural, sino que en vez de eso retrocedió hacia el estancamiento y finalmente entró en un callejón sin salida (OITTINEN, 2000, p. 17). La justificación de la importancia del pensamiento de Iliénkov se encuentra en su ligazón con el “deshielo” y su pertenencia a los sesenteros (schestidesiatniki). Cosa por demás sorprendente, ya que los sesenteros son la generación considerada como el “material humano de la contrarrevolución” (JARLAMENKO; JARLAMENKO, [s.d.]), por cuanto de sus filas salieron socialdemócratas, fanáticos liberales y restauradores del zarismo que en su conjunto son responsables por la “labor de deslegitimización del régimen soviético”, creadores y ejecutores del “proyecto antisoviético” en los años 80 y 90 (KARA-MURZA, 2009, 2014; SCHUBIN, [s.d.]). ¿Cómo es posible que un filósofo que a lo largo de su vida defendió el marxismo-leninismo y la causa comunista sea incluido en la corriente intelectual del anticomunismo soviético? El creador (o al menos uno de sus impulsores más destacados) del mito del Iliénkov sesentero es Vadim Mezhuev. En 1997, Mezhuev se atrevía únicamente a hablar del filósofo como líder del “deshielo” filosófico (MEZHUEV, 1997). Veinte años después ese pudor desaparece y en el famoso documental dirigido por Alexander Rozhkov(2017) observamos el retrato de Evald Iliénkov como el último en creer de verdad en los ideales de la revolución de octubre, una persona de grandes dotes intelectuales pero que por su incapacidad para ir más allá del marxismo “permaneció fiel al sistema y de ese modo quedó preso en una ilusión” (MEZHUEV, 1997; OITTINEN, 2000). El discípulo de Iliénkov, Lev Naumenko, se lamentó al respecto: “Jamás fue un disidente y jamás se sintió uno, porque no comprendió... Si este país estaba con la verdad y tu rompías con la Unión Soviética, con la patria, entonces es que ibas a comer y rogar ante otro país... ¡Ante los estadounidenses! No ante la verdad absoluta, sino ante la verdad de ellos. ¡Y eso era todo! No había tercera opción” (ROZHKOV, 2017). De tal forma, la tragedia de Iliénkov como marxista es que no dejó de ser marxista, “no comprendió”, no vio la “tercera opción” abierta por los sesenteros. Evald Iliénkov se negó en vida a unirse a ellos, pero en la muerte se opera la magia de su asimilación, cosa que obviamente violenta los hechos históricos. En la mitología de la epopeya contrarrevolucionaria, de quienes lucharon para destruir a la URSS, Mezhuev y otros pintan un hermoso retrato de una generación idealista y desinteresada que buscaba un “socialismo de rostro humano” y solo renegó de la revolución tras la decepción ante la intervención militar en Checoslovaquia de 1968. Sin embargo, como lo anotan Serguéi Kara-Murza, Vladimir Saprikyn y otros comentaristas contemporáneos los sesenteros nunca fueron marginales perseguidos, al contrario ocuparon cómodas posiciones en la cultura, la ciencia y el Estado en el período soviético y tras el triunfo de la contrarrevolución gozaron de prebendas aún mayores (KARA-MURZA, 2014; SAPRIKYN, 2007). La orientación política de los sesenteros era muy diferente a como la representa el mito. A mediados de los 60, mucho antes de los sucesos de 1968, el filósofo sesentero Merab Mamardaschvili le escribió a su amigo, el francés Pierre Bellefroid: “por definición el socialismo como sistema es antidemocrático”, “[t]odo despertar del pensamiento es antisocialista y anticomunista. El lenguaje totalitario y la sociedad totalitaria crean un idioma que excluye el despertar” (BELLEFROID, 2008). En tanto, el venerable padre espiritual de la Perestroika, Grigory Pomerantz, aseveró en 1967, “el pueblo es bueno, mientras está inmóvil, sin meterse en la historia... El pueblo inquieto, que se amotina, pierde su alma, se convierte en masa, arcilla en las manos de demonios” y por ello advertía a los intelectuales no dejarse seducir por el sentimiento de unidad con los millones de proletarios y campesinos, el intelectual debe ser como la estrella que ilumina en el cielo, totalmente alejada de las masas y sin raíz popular alguna (POMERANTZ, 1972). No es de extrañar que ya en 1967 el destacado pensador marxista-leninista Mijaíl Lifschitz tachó a las ideas de Pomerantz como el intento de resucitar la “fruslería kadete” en el espíritu de “Veji” [iii], acusando la reaparición de las viejas tendencias del pensamiento burgués prerrevolucionario bajo nuevas formas (LIFSCHITZ, 2018, p. 211). Y Evald Iliénkov valoró del siguiente modo la situación en el mundo intelectual de la URSS de mediados de la década de 1960, en su carta al CC del PCUS “Sobre la situación de la filosofía”: ... a medida que cae el ascendiente de la dialéctica materialista crece la influencia de otras escuelas y concepciones más abigarradas y numerosas. En las ciencias naturales está el neopositivismo, esto es la “lógica” (lógica matemática) depurada de todo aspecto cosmovisivo filosófico, interpretada de manera puramente instrumental. A medida que los naturalistas pese a todo realizan redadas en el área de los problemas sociales humanistas estos operan con mucha frecuencia con términos de la cibernética... En las ciencias humanas muy a menudo encontramos lo otro, la construcción existencialista antropológica. En parte se puede comprender como una reacción dada a la agresión matemático-cibernética, como un intento de mantener la 'irreductibilidad' del ser humano y de todos los conceptos vinculados con este frente a la 'descripción' científico natural, matemática. Lamentablemente, esta tendencia se desborda en la oposición general al 'racionalismo'... combinado con las simpatías por Soloviov y Berdiaev llegando hasta el cristianismo más abiertamente baboso... (ILIÉNKOV, [s.d.]). En los recuentos académicos se resaltan estas críticas implacables al neopositivismo en tanto se silencian sus mordaces observaciones de la “construcción existencialista antropológica” y las “simpatías por Soloviov y Berdiaev” que llegan al cristianismo baboso. E incluso se dice que Iliénkov al hablar de positivismo se refiere no a Carnap o Popper, sino al “grosero reduccionismo materialista”, el “neopositivismo del diamat” (LEVANT, 2014b), en una versión de la vida y obra de Evald Iliénkov enmarcada en el credo formulado por Bochénski y la mitología creada por la intelectualidad contrarrevolucionaria de la Rusia postsoviética. Interpretación del pensamiento de Iliénkov que se centra únicamente en sus choques con el marxismo dogmático de la época y no ve su enfrentamiento con la intelectualidad anticomunista, pues implícito en ese retrato (hombre del “deshielo” o sesentero) está la reducción de toda la historia de la filosofía en la URSS a una contraposición entre pensamiento independiente y pensamiento oficial, entre librepensadores y dogmáticos, una concepción histórica liberal burguesa completamente ajena a la dialéctica materialista. Por ello el problema de la relación entre las ideas de Iliénkov y Lenin es campo minado para los académicos occidentales. Estos usualmente reducen la cuestión a la reseña del trabajo póstumo del filósofo soviético, “La dialéctica leninista y la metafísica del positivismo” (consagrada al análisis de “Materialismo y empiriocriticismo”). David Bakhurst deplora que “incluso los marxistas soviéticos críticos encontrasen difícil descartarlo [a Materialismo y empiriocriticismo], prefiriendo si podían encontrar alguna interpretación amigable de su significado” (BAKHURST, 2018), en tanto Vesa Oittinen condena a Iliénkov por imitar el tono polémico y agresivo de la obra de Lenin (OITTINEN, 2017) [iv]. Iliénkov un filósofo leninista El objeto de la filosofía._ Evald Iliénkov y su amigo Valentín Korovikov, en las famosas tesis de 1955 que los confrontaron con la dirección de la Facultad de Filosofía de la Universidad Estatal de Moscú y provocaron su salida de esta casa de estudios, definen el objeto de la filosofía como ciencia: En su pureza y carácter abstracto las leyes de la dialéctica como categorías lógicas, como leyes del pensamiento dialéctico solo pueden ser investigadas y extraídas por la filosofía. Solo al hacer del pensamiento teórico, del proceso del conocimiento, su objeto la filosofía incluye en sí además la consideración de las características más generales del ser, y no al contrario, como se lo pinta a menudo. La filosofía es la ciencia sobre el pensamiento científico, sobre sus leyes y formas, siendo de notar que, por supuesto, la ciencia materialista considera las formas y leyes del pensamiento como analogía que se corresponde a las formas universales objetivas del desarrollo de la realidad objetiva (ILIÉNKOV; KOROVIKOV, 2019). La filosofía materialista dialéctica es la ciencia sobre el pensamiento científico y es además la “única cosmovisión científica”, pero esto no quiere decir que a la filosofía le corresponda responder a la pregunta ¿qué es el universo? “La respuesta a esta pregunta la da solo el conjunto de nuestros conocimientos. La filosofía únicamente formula las condiciones generales bajo cuya observancia es posible alcanzar el conocimiento genuino, positivo del mundo”, y “[j]ustamente tal concepción del rol de la filosofía penetra todo el libro de Lenin, 'Materialismo y empiriocriticismo'” (ILIENKOV; KOROVIKOV, 2016). Al abordar la problemática del objeto de la filosofía, Iliénkov observa que quienes definen a la filosofía como ciencia del mundo en su conjunto, no solo pretenden construir un sistema mundo especulativo, sino que recaen en el error de Mach, Pearson o Bogdánov. No en balde, Lenin sostiene una delimitación clara entre los conceptos físico y filosóficos de 'materia'. Toda la esencia de la argumentación de Lenin se orienta a demostrar que todas las categorías filosóficas, materia, tiempo, causalidad, etc., tienen sentido gnoseológico y solo gnoseológico y que todo intento de atribuir a la filosofía la pretensión de algún conocimiento de esta materia por encima del que da la física lleva primero a la confusión y a fin de cuentas al idealismo. El costo de atribuir a las categorías filosóficas algún otro sentido, aparte del gnoseológico, hace que de inmediato estas categorías cesen de ser categorías filosóficas... En Lenin encontramos de esa manera una delimitación extremadamente clara y determinada de las cuestiones sujetas a resolución filosófica, de las cuestiones que solo puede resolver la investigación positiva...(ILIENKOV; KOROVIKOV, 2016) En verdad, Lenin comprendió que al ensalzar la afirmación “el átomo se desmaterializa, la materia desaparece” los positivistas rusos creían estar en la cresta de la ola sobre los hombros de las ciencias naturales, cuando en realidad eran víctimas de su profunda incultura filosófica. “El materialismo y el idealismo difieren por la solución que aportan al problema de los orígenes de nuestro conocimiento, al problemas de las relaciones entre el conocimiento (y lo 'psíquico' en general) y el mundo físico... 'La materia desaparece': esto quiere decir que desaparecen los límites dentro de los cuales conocíamos la materia hasta ahora, y que nuestro conocimiento se profundiza; desaparecen propiedades de la materia que anteriormente nos parecían absolutas, inmutables, primarias (impenetrabilidad, inercia, masa, etc.) y que hoy se revelan como relativas, inherentes solamente a ciertos estados de la materia. Por que la única 'propiedad' de la materia con cuya admisión está ligado el materialismo filosófico, es la propiedad de ser una realidad objetiva, de existir fuera de nuestra consciencia.”(LENIN, 1967, p. 207) Iliénkov valoró de gran manera este pensamiento leninista tanto en sus tesis juveniles como en sus obras de madurez, si en 1955 advertía a quienes veían en la filosofía “la ciencia del mundo como un todo” que suplantaban el pensamiento filosófico por la generalización superficial de las ciencias naturales, en 1979 advirtió de la desviación proveniente de la “incompetencia filosófica de muchos representantes de las ciencias naturales contemporáneas” por su desconocimiento de la dialéctica materialista que lleva “a la degeneración del materialismo espontáneo de los naturalistas – su posición gnoseológica 'natural' – en las más vulgares y reaccionarias variedades del idealismo y del clericalismo” (ILIÉNKOV, 2014, pp. 160–161). A primera vista parece incompatible el que la filosofía nos dé las “leyes más generales del ser” y a la vez sea “la ciencia sobre el pensamiento científico”, pero esto solo puede surgir en una cabeza imbuida por esa pareja de baile siempre presente en la consciencia burguesa: el prejuicio neopositivista que reduce el pensamiento a las formas (verbales, matemáticas, etc.) y la concepción de la esencia como algo místico más allá de lo sensible (vieja herencia religiosa). Por ello Iliénkov aclara: La cosa trata de que las leyes del pensamiento son IDÉNTICAS a las leyes de la naturaleza por su propia esencia, por la naturaleza del propio pensamiento, por la naturaleza del propio conocimiento pensante, teórico. Idénticos en la esencia, y distintos por la forma. Y la única diferencia de estos por la forma consiste en que en el pensamiento estos se aplican CONSCIENTEMENTE, y en la naturaleza, y en la mayor parte también en la historia, se cristalizan en la realidad independientemente de cualquier consciencia, con el semblante de ciega necesidad. (ILIENKOV; KOROVIKOV, 2016) Aquí Iliénkov parte de la teoría leninista del reflejo, en toda su riqueza y profundidad. “La materia es una categoría filosófica que sirve para designar la realidad objetiva, escribe Lenin, que es dada al hombre en sus sensaciones, que es copiada, fotografiada, reflejada por nuestras sensaciones, que existe independientemente de ellas”, reflejo que se da en un proceso, “son históricamente condicionales, continúa Lenin algunas páginas más adelante, los límites de la aproximación de nuestros conocimientos a la verdad objetiva, absoluta, pero es incondicional la existencia de esta verdad, es una cosa incondicional que nos aproximamos a ella.” ¿Acaso Lenin cae, como tantas veces se le ha achacado en un punto de vista metafísico y contemplativo? En ningún caso, “la materia en movimiento y desarrollo perpetuos, que es reflejada por la consciencia humana en desarrollo... No se trata, en modo alguno, de la esencia inmutable de las cosas, ni se trata de la consciencia inmutable, sino de la correspondencia entre la consciencia que refleja la naturaleza y la naturaleza reflejada por la consciencia.” (LENIN, 1967) Son justamente estas palabras las que Iliénkov tiene en mente al señalar la identidad de las leyes del pensamiento y las leyes de la naturaleza, tesis que parte del principio gnoseológico materialista tal y como lo expone Lenin: Esto es el MATERIALISMO en lógica, que todas las leyes y formas del pensamiento sin excepción no son otra cosa más que leyes universales de la objetividad, asimiladas por el sujeto y que llegan a ser leyes y formas también del mundo subjetivo, formas de la actividad del sujeto del conocimiento teórico. (ILIENKOV; KOROVIKOV, 2016) De tal forma, la filosofía como ciencia que estudia las leyes del pensamiento científico coincide y nos da las leyes más universales del ser, de la historia y de la naturaleza, que son formas necesarias de la subjetividad y de la actividad humana justamente debido a la materialidad, objetividad del mundo. “La lógica como teoría filosófica del conocimiento es definida por Lenin, siguiendo a Marx y Engels, como la ciencia de aquellas regularidades universales (necesaria e independientemente tanto de la voluntad del hombre como de su consciencia), a las cuales se subordina objetivamente el desarrollo de todo el conocimiento conjunto de la humanidad. Estas regularidades son entendidas como las leyes objetivas del desarrollo del mundo material, tanto del mundo natural como del mundo sociohistórico, de la realidad objetiva en general, y son reflejadas en la consciencia de la humanidad y verificadas por miles de años de práctica humana.” (ILIÉNKOV, 2014, p. 82) Tesis leninista que Iliénkov toma de los “Cuadernos Filosóficos”: la filosofía es la ciencia del pensamiento, de lo universal, “del desarrollo de todo el contenido concreto del mundo y de su cognición, o sea, la suma total, la conclusión de la historia del conocimiento del mundo.” Esta historia es obviamente el conjunto de la práctica humana, de su interacción con la naturaleza y consigo misma, “la práctica del hombre, que se repite mil millones de veces, se consolida en la consciencia del hombre por medio de figuras de la lógica. Precisamente (y sólo) debido a esta repetición de mil millones de veces, estas figuras tienen la estabilidad de un prejuicio, un carácter axiomático.” (LENIN, 1974) Lenin: el análisis concreto como corazón de la dialéctica._ en Iliénkov el abordaje teórico marxista supone la reproducción de la totalidad (objeto de estudio) en su carácter concreto, esto es “la caracterización del objeto como un todo único, coherente en todas sus múltiples manifestaciones, como 'sistema orgánico' de fenómenos interdependientes los unos de los otros en antítesis a la noción metafísica acerca de estos, como un agregado mecánico de inalterables partes integrantes, vinculadas entre sí solo de manera externa, más o menos fortuita”(ILIÉNKOV, 2016). Esto en plena concordancia con los criterios de Marx, Engels y Lenin, tal y como lo constatamos en la obra temprana de este último “Quiénes son los 'amigos del pueblo'...”, ya que para el joven Lenin el gran mérito de “El Capital” de Marx está en que “mostró al lector toda la formación social capitalista como organismo vivo... Marx puso fin a la concepción que se tenía de que la sociedad es un conglomerado mecánico de individuos...” (LENIN, 1981a), siendo esta no una cuestión secundaria, sino el rasgo esencial del método dialéctico materialista: Marx y Engels llamaban método dialéctico – por oposición al metafísico –, sencillamente al método científico en sociología, consistente en que la sociedad es considerada un organismo vivo en constante desarrollo (y no algo mecánicamente cohesionado y que, por lo mismo, permite toda clase de combinaciones arbitrarias de elementos aislados), para cuyo estudio es necesario hacer un análisis objetivo de las relaciones de producción, que constituyen una formación social determinada, e investigar las leyes de su funcionamiento y desarrollo (LENIN, 1981a). Para Lenin comprender algo según el método dialéctico es comprenderlo en su carácter concreto, en contraposición al modo metafísico que solo acumula nociones abstractas. Muy ilustrativa al respecto es la crítica de Lenin a Sismondi y al romanticismo económico en general por la forma en como este toma la pequeña producción para elevarla a organización social y oponerla al capitalismo, “tal oposición, escribe Lenin, no encierra en sí otra cosa que una comprensión extremadamente superficial... es aislar de manera artificiosa y equivocada una forma de economía mercantil (el gran capital industrial) y condenarla, idealizando utópicamente otra forma de la misma economía mercantil (la pequeña producción). En esto mismo está el mal de los románticos europeos de comienzos del siglo XIX, así como de los románticos rusos de fines del siglo XIX: en que se inventan cierta pequeña producción abstracta, situada al margen de las relaciones sociales de producción...” (LENIN, 1981b). Según Lenin pensar abstractamente equivale a aislar un hecho, cortarlo de sus lazos vivos, y ligarlo de modo arbitrario con hechos y cosas que no tienen relación entre sí, a diferencia de la comprensión concreta, el concepto: El concepto de un fenómeno en general está presente solo allí, en donde este fenómeno es entendido no de forma abstracta (esto es, no se tiene consciencia de él simplemente como un fenómeno que se vuelve a repetir una y otra vez), sino de modo concreto, es decir, desde el punto de vista de su lugar y rol en un sistema definido de fenómenos en interacción, en un sistema que constituye un cierto todo coherente. Un concepto existe allí, donde se toma consciencia de lo individual y lo particular no simplemente como lo individual y lo particular (aunque estos se repitan una y otra vez) sino por medio de sus vínculos mutuos, por medio de lo universal, entendido como expresión del principio de estos vínculos (ILIÉNKOV, 2016). Por eso Iliénkov considera que Lenin siempre “defendió categóricamente los criterios desarrollados por Marx y Engels”, no solo en sus escritos filosóficos, sino en todas las ocasiones en que lidió con problemas sociales, económicos y políticos. “En este sentido, asevera Iliénkov, lo 'abstracto' siempre fue para Lenin sinónimo de frases alejadas de la vida, sinónimo de la creación formal de palabras, de determinaciones hueras y falaces que en realidad no se corresponden con ningún hecho definido. Y a la inversa, Lenin siempre insistió en la tesis del carácter concreto de la verdad, del carácter concreto de los conceptos en los que se expresa la realidad, en la ligazón indisoluble de la palabra con el hecho, pues, además, solo esta ligazón garantiza una verdadera síntesis racional de lo abstracto con lo concreto, de lo universal con lo singular y lo individual” (ILIÉNKOV, 2016). En “El problema agrario y los 'críticos de Marx'”, Lenin hace gala justamente de esta concepción dialéctica de lo abstracto y lo concreto destacada por Iliénkov. En un pasaje dedicado a las falencias de la teoría del desarrollo agrario de Bulgákov (marxista legal transformado en liberal kadete) y sus ataques al marxismo basados en la “ley de la fertilidad decreciente del suelo” según la cual en tiempos primitivos era más fácil obtener productos del suelo y ahora es muy trabajoso y difícil en virtud de una tendencia ineluctable, Lenin señala con justeza que esta argumentación considera la productividad agrícola como algo puramente dependiente de la naturaleza, y es por lo tanto “la más vacía de las abstracciones, que olvida lo principal: el grado de desarrollo técnico, el nivel de las fuerzas productivas”, añadiendo unas líneas más adelante: Por eso, la 'ley de la fertilidad decreciente del suelo' no rige en ningún caso cuando la técnica progresa y cuando los métodos de producción se transforman; solo rige, y de manera muy relativa y restringida, cuando la técnica permanece invariable. He ahí por qué Marx y los marxistas no hablan de esta 'ley', en tanto que sólo la proclaman a gritos los representantes de la ciencia burguesa, como Brentano, incapaces de librarse de los prejuicios de la vieja economía política, con sus leyes abstractas, eternas y naturales (LENIN, 1981c). El razonamiento a lo Bulgákov olvida que “[n]o aumentó la dificultad para producir alimentos, sino la dificultad del obrero para obtenerlos...” y “[e]xplicar la creciente dificultad que enfrenta el obrero para poder vivir con el argumento de que la naturaleza disminuye sus dones significa convertirse en apologista de la burguesía” (LENIN, 1981c). Lenin expone como Bulgákov al renegar del marxismo cayó en los tópicos de la economía burguesa vulgar que aísla los hechos, los liga de modo arbitrario y los generaliza para confeccionar “leyes abstractas, eternas y naturales”. Estas leyes son abstractas porque no se corresponden con un hecho definido, desgajan aspectos de la realidad y los convierten en un absoluto extirpándolos de los vínculos vivos en que realmente existen creando una imagen muerta, estática, no histórica. Quienes desean hacer pasar fenómenos de carácter histórico social como si fuesen leyes eternas de la naturaleza son profetas de la reacción y enarbolan un punto de vista abstracto, y en relación a esto Evald Iliénkov siempre consideró muy importante señalar la diferencia entre el conocimiento auténtico (concreto) y su sucedáneo, “el sistema de frases sobre el objeto, estudiado sin relacionarse con este último o vinculado a este de una forma ilusoria, precaria y que fácilmente se le desgarra” (ILIÉNKOV, 2017), ya que para el filósofo soviético los peores enemigos de la dialéctica, de la ciencia y de la educación comunista eran precisamente todos aquellos que reemplazaban voluntaria o involuntariamente la verdad objetiva por el lenguaje, suplantando el objeto por el conjunto de signos o, peor aún, por las frases. En este punto, Iliénkov se nutre de la contraposición entre dialéctica auténtica y conjunto de frases que se pretende hacer pasar por dialéctica, retomando el centro de la polémica de Lenin contra los “comunistas de izquierda”, ya que estos últimos encubrían la inexactitud pueril con una apariencia científica, con frases y lemas revolucionarios que se enarbolaban sin tomar en cuenta la correlación de fuerzas, por ello, la crítica leninista ve en el izquierdismo como enfermedad infantil del comunismo no solo un error político, sino también un marxismo puramente verbal y abstracto (LENIN, 1986). *** La obra de Evald Iliénkov suscitó gran interés en las dos últimas décadas aunque el marxismo académico suele ignorar o subestimar la importancia de la influencia de Lenin en el pensamiento de Iliénkov. Esto en concordancia con el ambiente hostil para con el líder bolchevique que impera desde el final de la Guerra Fría. Sin embargo, tal posición va a contrapelo de la médula del pensamiento de Iliénkov, pues toda consideración seria de su legado filosófico descubrirá en él a un leninista consecuente, siempre y cuando recordemos la recomendación del propio Lenin. La verdadera dialéctica no justifica los errores personales, sino que estudia los virajes inevitables, demostrando su inevitabilidad con el estudio más detallado del desarrollo en todos los aspectos concretos. El principio fundamental de la dialéctica es: no hay verdad abstracta, la verdad es siempre concreta... (LENIN, 1982) Notas: i Combatiente en la Segunda Guerra Mundial. Estudió filosofía en la Universidad Estatal de Moscú de la que se graduó en 1953. Fue militante del Partido Comunista desde 1950. Trabajó en el Instituto de Filosofía de la Academia de Ciencias de la URSS, dejando tras de sí un amplío legado que abarca la filosofía, economía, psicología, pedagogía y crítica estética (TOLSTIJ, 2009, pp. 424–425). ii Un interesante ejemplo de esto lo encontramos en un artículo de Alex Levant que intenta construir una genealogía que liga al llamado “marxismo creativo soviético” con el “marxismo occidental” con el fin de unificarlos en un frente común en contra del temible “diamat” (LEVANT, 2014a, p. 187). iii Ver el artículo de Lenin “Sobre Veji”(LENIN, 1983) . iv Esta ponencia de Vesa Oittinen es particularmente interesante ya que replica varios de los argumentos utilizados por Józef Bochénski, este último dedicó un parágrafo de su libro a denostar la “actitud polémica y agresiva” y también consideró a Lenin un demagogo revolucionario que carecía de escrúpulos éticos (BOCHÉNSKI, 1963). Oittinen no es tan explícito y burdo como Bochénski, pero su interpretación de la dialéctica de Lenin no va muy lejos de este, pues retrata al líder bolchevique como alguien guiado por consideraciones puramente pragmáticas, poco preocupado por la tendencia teórica y que en realidad no tenía real conocimiento de la dialéctica filosófica (OITTINEN, 2017). Bibliografía: BAKHURST, David. Consciousness and Revolution in Soviet Philosophy. From the Bolsheviks to Evald Ilyenkov. Cambridge: Cambridge University Press, 1991. BAKHURST, David. On Lenin’s Materialism and empiriocriticism. Studies in East European Thought, [S. l.], n. 70, p. 107–119, 2018. DOI: https://doi.org/10.1007/s11212-018-9303-7. Disponível em: https://cpb-us-w2.wpmucdn.com/voices.uchicago.edu/dist/6/1013/files/2018/12/Bakhurst2018_Article_OnLeninSMaterialismAndEmpirioc-28iw1nm.pdf. BELLEFROID, Pierre. Prazhskie gody. 2008. 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Han Soete y Nick Dobbelaere (Solidaire) ¿Fueron el atentado contra el archiduque de Austria o nobles motivaciones de paz, de democracia y de libertad las causas de la Primera Guerra Mundial? No, responde el escritor e historiador Jacques Pauwels. Las grandes potencias mundiales deseaban esta guerra desde hacía mucho tiempo para apropiarse de las colonias y para acabar de una vez por todas con las ideas revolucionarias que cada vez avanzaban más a toda Europa. «En general se suele explicar la Gran Guerra como un trueno en medio de un cielo azul. Se supone que nadie lo ha visto venir ni nadie lo ha deseado. [...] En realidad, hacía veinte años que se acumulaban las nubes de la guerra. Era necesaria una guerra. Y las elites políticas de Europa la deseaban ya que consideraban que una guerra iba a suponer cosas fantásticas para ellas [...].» Hace años que Jacques Pauwels está totalmente enfrascado en la historia de las revoluciones y de las guerras. Ya ha publicado varias obras al respecto. La editorial EPO acaba de publicar, en neerlandés, su obra De Groote Klassenoorlog. 1914-1918 («1914-1918, la Gran Guerra de las clases», que el 20 de septiembre publicará en francés la Editorial Aden y por lo tanto se venderá en la ManiFiesta*), una obra imprescindible sobre la Primer Guerra Mundial. Considera que hubo dos causas principales de esta guerra, por una parte el imperialismo y, por otra, el miedo a la revolución. «Las grandes potencias industriales, los grandes bancos y las grandes empresas querían nuevas colonias (o semicolonias sobre las que ejercería un control indirecto) debido a sus materias primas, su mano de obra barata y sus posibilidades de inversión. Es indudable que una de las principales razones de la guerra reside en ello». Veamos la explicación. Volvamos a principios del siglo XX. ¿Acaso no se había repartido ya el mundo? Jacques R. Pauwels: No del todo. China, por ejemplo, un inmenso país débil con un enorme mercado de salidas, seguía estando totalmente abierto. Además, no todos los países estaban satisfechos con su parte. En el aspecto de las colonias Alemania era el pariente pobre. Pensaba poder fagocitar Bélgica. Además, Gran Bretaña estaba dispuesta a firmar un acuerdo al respecto. No había que llegar necesariamente a una guerra. La competencia entre los países imperialistas también se podía resolver por medio de acuerdos mutuos. Entre la elite inglesa había un grupo bastante importante que hubiera preferido colaborar con Alemania en vez de con Francia. Estas personas estaban dispuestas a ceder el Congo belga a Alemania para satisfacer a este país. Por lo tanto, es normal Bélgica se implicara en esta guerra puesto que Bélgica también era un país imperialista. Usted también habla de imperialismo social... Jacques R. Pauwels: En efecto. Adquiriendo las colonias los países se podían desembarazar de sus ciudadanos «molestos»: las clases inferiores, que para la elite estaban superpobladas. Se podían desembarazar de las personas demasiado pobres enviándolas a las colonias. El imperialismo era, por lo tanto, una manera de resolver los problemas sociales. Los pobres podían hacer carrera en las colonias. De este modo se convertían en patriotas en vez de seguir siendo unos pelmas. Dejándoles intervenir de manera agresiva en las colonias ya no planteaban el menor problema en la metrópoli. Por ejemplo, había muchos hijos de agricultores sin trabajo debido a que la agricultura se estaba volviendo demasiado productiva. Se podía enviar a estos chavales al Congo como misioneros. Se envió allí a una veintena de misioneros de cada poblacho agrícola flamenco, se les puso un uniforme y a partir de entonces pudieron jugar a ser patrones en el país de los negros. Usted afirma que el reto eran las colonias. En ese caso, ¿por qué no llevaron a cabo la lucha en las colonias? Jacques R. Pauwels: Todo esto acabó en una guerra mundial porque se trataba de posesiones imperialistas, pero esta guerra se desarrolló en Europa porque los países imperialistas estaban principalmente en Europa, con dos excepciones: Estados Unidos y Japón, que se pudieron permitir no intervenir directamente. Otros países, como Italia y Bulgaria, esperaron un poco pero finalmente entraron en guerra cuando comprendieron que había algo que ganar en la aventura. ¿No hubiera sido mejor permanecer neutrales en el caso de los países que no estaban concernidos directamente? Jacques R. Pauwels: Confinarse en la neutralidad tampoco dejaba de ser peligroso. ¿Por qué entró en guerra Estados Unidos? No para salvar la democracia o algo por el estilo, eso es una tontería. Al ser un país imperialista, estaba al acecho de una ocasión para extenderse y China se encontraba en la lista de sus pretensiones. No es que quisieran conquistar China, sino que querían penetrar en ella en el plan económico: ahí había mercado para sus productos, posibilidades de inversión, contratos interesantes en la construcción del ferrocarril, etc. Pero otros países también miraban de reojo a China, como Japón, por ejemplo. Alemania y Francia ya tenían concesiones ahí, unas minicolonias. Japón, el gran competidor de Estados Unidos, declaró la guerra a Alemania con un pretexto y lo que hizo inmediatamente fue conquistar en China este trozo que era de Alemania. Esto no le gustó a los estadounidenses. Estados Unidos tenía que intervenir, de lo contrario se iba a encontrar con las manos vacías al final de la guerra. Era como una lotería, quien no jugaba no podía ganar. En febrero de 1917, en Francia, el presidente del Consejo (jefe del gobierno de entonces, NDLR) había declarado que solo los países implicados en la guerra tendrían algo que decir en el reparto del mundo posterior a la guerra. En mi opinión, hay una relación entre esta declaración y el hecho de que en abril de ese mismo año Estados Unidos declarara la guerra a Alemania. Los ganadores de la guerra tenían la intención de recompensarse a sí mismos, los perdedores iban a perder, pero los neutrales no recibirían nada e incluso lo contrario, ya que quienes permanecieran neutrales podían ser sancionados porque no estaban en el campo de los vencedores. ¿Cómo es eso? Jacques R. Pauwels: Tomemos el ejemplo de Portugal. En 1916 también los portugueses declararon la guerra a Alemania, no porque creyeran tener que estar ahí cuando se repartieran los premios, sino porque consideraron que iba a tener que pagar el precio de su neutralidad si no entraban en guerra. Sabían que ya antes de la guerra los británicos habían propuesto a Alemania las colonias portuguesas. Por consiguiente, los portugueses se dijeron que iban a perder sus colonias si permanecían neutrales. Así pues, los portugueses tenían mucho miedo de perderlo todo si permanecían neutrales. Y, ¿qué hizo Portugal? Declaró la guerra a Alemania, para gran desilusión de los británicos. ¿Tenía Portugal algo contra Alemania? No, nada en absoluto, pero por esas razones imperialistas no se podía permitir confinarse en su neutralidad. Siempre se ha dicho que los británicos entraron en guerra porque los alemanes habían violado la soberanía belga, pero sin duda esa no fue la verdadera razón. Jacques R. Pauwels. No, simplemente necesitaban una excusa, ya que de todos modos Gran Bretaña deseaba la guerra con Alemania. Ya había llegado en secreto a un acuerdo con Francia que obligaba al ejército británico a acudir en ayuda de los franceses. ¿Por qué llegaron los británicos a este acuerdo con los franceses? Porque querían la guerra con Alemania y sabían que Alemania siempre había sido enemigo de Francia. Los británicos y los franceses nunca habían sido amigos, pero se convirtieron en amigos porque tenían un enemigo común. ¿Por qué quería Gran Bretaña la guerra con Alemania? Jacques R. Pauwels: La potencia política y económica de Gran Bretaña se basaba en el control de los siete mares: Britannia rules the waves,“Gran Bretaña gobierna los mares” . La flota británica tenía que seguir siendo tan importante como el conjunto de las demás para poder dominar a cualquiera. Pero a finales del Siglo XIX y principios del XX los alemanes también empezaron a construir barcos. Se trataba de barcos modernos que no navegaban gracias al carbón, sino al petróleo. Gran Bretaña tenía carbón, pero carecía de petróleo, por lo tanto tenía que comprar el petróleo a Estados Unidos, a la Standard Oil. Pero como era una gran potencia, a Gran Bretaña no le gustaba depender de Estados Unidos, ya que eran grandes rivales, incluso enemigos. Gran Bretaña quería una fuente independiente de petróleo, así que se puso a buscar. Primero por Persia, el actual, Irán, donde los británicos habían llegado a un acuerdo con los rusos para repartirse el petróleo. Inmediatamente después se descubrió gran cantidad de petróleo en Mesopotamia, el actual Iraq, que formaba parte del Imperio Otomano, en aquel momento “el hombre enfermo de Europa”**. Ya antes de la guerra los británicos habían arramblado con una parte de este país y lo habían denominado Kuwait. Los británicos instalaron ahí, en el trono, a un emir, que era su amigo. No un demócrata, sino alguien bien dispuesto a hacer el juego. Un poco después también se encontró petróleo en la ciudad de Mosul y Mesopotamia se convirtió claramente en el objeto del deseo de los británicos. Pero pertenecía a los otomanos y Mosul se encontraba más lejos, en el interior, y era difícil apropiarse de ella. Pero, ¿qué descubrieron entonces los británicos? Que el Imperio Otomano y Alemania tenían un proyecto común de construcción de un ferrocarril que uniera Bagdad y Berlín. Los alemanes tenían intención de llevar este petróleo de Mesopotamia a su propia marina de guerra. Y los británicos debían impedirlo costara lo que costara. ¿Cómo? Por medio de la guerra. Cuando estalló la guerra, el ejercito anglo-indio, que ya se encontraba en los alrededores, desembarcó inmediatamente en Mesopotamia. El ejército británico en Europa era demasiado débil para luchar contra el ejército alemán. Por lo tanto, necesitaba aliados. Francia y Rusia, que también eran enemigos de Alemania, tenían ejércitos enormes. Y así fue como se llegó a un acuerdo militar con Francia. ¿Quiere usted decir que en realidad no faltaba más que una ocasión de entrar en guerra con Alemania? Jacques R. Pauwels: ¡ Exacto! Y a los británicos les sirvió que Alemania invadiera Bélgica. Pretendieron que la violación de la neutralidad de Bélgica era un gran problema. Sin embargo, cuando los japoneses atacaron la concesión alemana en China, los británicos acudieron a ayudar a los japoneses sin preguntar, además, a China si podían atravesar el país. Aquello también era una violación. Los propios británicos lo habían hecho en China lo que los alemanes hicieron en Bélgica. La idea de que los británicos entraron en guerra para proteger a Bélgica era una enorme ficción, era una excusa. En su libro demuestra que además del reparto del mundo, había una segunda razón para la guerra: era una ocasión de frenar el movimiento social. Jacques R. Pauwels: En efecto. El imperialismo es un sistema que funciona a beneficio de los grandes actores del sistema capitalista: los bancos y las grandes empresas, que necesitan materias primas y que en el plano internacional están activos en el sector minero, en la construcción de ferrocarriles, etc. Estas personas tenían problemas con sus trabajadores. Estos trabajadores empezaron a reclamar mejores condiciones de trabajo, crearon sindicatos, tenían sus propios partidos querían salarios más altos, más democracia, derecho a voto, etc. Para los capitalistas este movimiento social era una espina en el pie. Además, los partidos socialistas cada vez obtenían más votos. «¿Cuándo parará esto?», pensaba la elite, que a todas luces tenía miedo de una revolución. Pero aunque esto no acabara en una revolución, aunque los socialistas simplemente tuvieran que ganar las elecciones (y estaban cerca de ello), la elite temía que todo cambiara. Había que poner fin a todo eso, hacer retroceder esta democratización. ¿Qué se podía hacer en contra de esto? En primer lugar, se deportó a las colonias a los elementos más molestos. Este imperialismo social resolvió ya una parte del problema. El británico Cecil Rhodes afirmó que el imperialismo era necesario para evitar una guerra civil. Pero no se podía deportar a todo el mundo. Hacia el década de 1900 cundía entre la elite un «miedo a la masa», la masa peligrosa que conocía un ascenso irresistible. La guerra era una solución para encauzar este problema. La elite quería volver a los tiempos de los señores que mandaban y de los esclavos que obedecían incondicionalmente. El objetivo era aniquilar las ideas revolucionarias, la vuelta atrás. Es precisamente el tipo de situación que se tiene en el ejército: nada de discusiones, nada de democracia y un bonito uniforme para todo el mundo. Se quería militarizar a la sociedad. Por consiguiente, se necesitaba una guerra y cuanto antes mejor. ¿Había prisa? Jacques R. Pauwels: En aquel momento todas las partes pensaban que no podían perder. Los franceses, los británicos y los rusos tenían una alianza, la Triple Entente. Creían que juntos eran invencibles. Los alemanes tenían Austria-Hungría de su parte, sus generales geniales y una industria enorme detrás que podía fabricar los mejores cañones. Además, si esperaban demasiado pudiera ser que los socialistas ganaran las elecciones y entonces la elite temía la revolución. Los británicos y los franceses, por ejemplo, no podían esperar demasiado tiempo, porque temían que estallara la revolución en Rusia. En ese caso, habrían perdido a este aliado y sin lugar a dudas ya no podrían resultar victoriosos. En un momento dado ya no se pudo esperar más. El atentado en Sarajevo no fue la razón de la guerra sino el pretexto para lanzarse por fin a ella, de la misma manera que la violación de la neutralidad belga no había sido una razón para emprender la guerra contra Alemania. Necesitaban un pretexto. La guerra tenía unas causas geoestratégicas y servía a unos intereses nacionales. Pero, es cruel enviar a la muerte a millones de personas por esas razones, ¿no? Jacques R. Pauwels: Sí, es cínico y particularmente cruel. Pero a principios del siglo XIX lo que prevalecía era el pensamiento social darwiniano. La elite consideraba que se encontraba en lo más alto de la escala social y que estaba compuesta por los mejores. Racionalizaban toda esta violencia y todos estos muertos: había demasiadas personas y una guerra llegaba en el momento oportuno para hacer un poco de limpieza, para aligerar un poco las clases inferiores Es un error pensar que estos generales fueran unos sádicos. Eran personas muy normales que aplicaban lo que entonces era una idea común, es decir, que había una jerarquía entre las personas y que ellos estaban en lo más alto y quienes estaban en lo más bajo eran molestos y peligrosos, además de demasiado numerosos. La elite consideraba que tenía derecho a controlar a los demás. ¡Eso también valía para la elite belga! Porque no hay que olvidar que lo que los belgas hicieron en el Congo es mucho más grave que lo que los alemanes hicieron en Bélgica. Pero la Bélgica mártir es un hermoso tema para nuestros manuales de historia… Cuando se ven las cosas desde este punto de vista se comprende por qué estos generales enviaban a cientos de miles de hombres a la muerte. No porque fueran crueles, sino porque estaban convencidos de hacer lo correcto. El escritor francés Anatole France dijo entonces: «Creemos morir por la patria, pero morimos por las industrias». Jacques R. Pauwels: Se convenció a la gente que era noble morir por la patria: lo decía el cura y lo decía el burgomaestre, y la gente se lo tragaba. El cura y el burgomaestre no eran los únicos en decirlo. Los partidos socialistas también lo dijeron justo antes de la guerra. Jacques R. Pauwels: En efecto, esa es la razón por la que tantos hombres partieron a la guerra con tanto entusiasmo, porque los socialistas también lo decían, salvo en algunos países como Italia. De hecho, esta es la razón por la que los italianos fueron menos entusiastas de la guerra. ¿Por qué cambiaron de opinión los socialistas? Jacques R. Pauwels: Hasta 1914 la mayoría de los socialistas todavía eran revolucionarios en teoría, pero ya no en la práctica. Habían trabajado en el seno del sistema por unas mejoras y unas reformas: tenían un poco más de democracia, se había ampliado el derecho a voto, la semana laboral era más corta, etc. Progresivamente los socialistas consideraron que las cosas empezaba a ir mejor. Con los beneficios del colonialismo (hacer trabajar a los negros) se podía pagar un poco mejor a los trabajadores de aquí. Por lo tanto, muchos socialistas lo consideraban una ventaja. Así fue como nació lo que Lenin denomina la aristocracia obrera. Para los simples trabajadores las cosas iban mejor. «¿Sigue siendo necesario hacer la revolución?», pensaban muchos socialistas. «Las cosas van bastante bien así, ¿no?». Los dirigentes socialistas se volvieron cada vez más burgueses, formaban parte del sistema. El 21 de julio, [fiesta nacional belga] podían ir a estrechar manos a palacio... Pero, ¡cuidado, no todos eran así! En Alemania había socialdemócratas que seguían siendo furibundamente hostiles a la guerra, lo mismo que Lenin en Rusia. Pero la mayoría se había aburguesado bastante. El sociólogo alemán Robert Michels ha estudiado el SPD alemán a partir de principios del siglo XIX. Su conclusión es que en el seno del partido obrero alemán se había desarrollado una jerarquía burguesa. Al largo plazo la dirección del partido tendría demasiado que perder con una revolución. No querían perder las cosas buenas que habían obtenido. Finalmente se pusieron de parte de la guerra. Justo antes de la guerra los socialistas alemanes se habían reunido con el socialista francés Jean Jaurès***, entre otras personas, para pronunciarse en contra de la guerra, pero al día siguiente, finalmente aprobaron los créditos de guerra. En las conmemoraciones de la Primera Guerra Mundial no se menciona lo que usted afirma del imperialismo y del temor a la revolución, por no decir que no se menciona en absoluto. ¿No es extraño? Jacques R. Pauwels: ¡Pues sí! ¿Por qué no me han llamado todavía los periódicos De Standaard y De Morgen para hacer una entrevista? Tienen otras cosas que contar a la gente, a saber, que fue una guerra por la libertad, el derecho y la democracia. ¿Quién querría escuchar hoy que los estadounidenses entraron en guerra por objetivos imperialistas? ¿Quién no preferiría con mucho saber que fue para defender la democracia? Eso es lo que se dice todavía hoy. Mi relato no pega en el marco actual. Mi mirada sobre la historia va contracorriente. Sin embargo, las personas que leen mi libro consideran que es una manera de comprender la historia. Si uno examina la historia de esta manera, se empieza a plantear preguntas sobre las guerras de hoy, a decirse que nuestros dirigentes nos suelen contar mentiras e incluso que dicen lo contrario de lo que piensan. Se llama contrarrevolución a la revolución, defensa al ataque. Vivimos tiempos orwellianos. Para comprender la Primera Guerra Mundial hay que comprender el siglo XIX. La Primera Guerra Mundial es hija del siglo XIX. El siglo XIX es hijo de la Revolución Francesa y la Primera Guerra Mundial es la madre del siglo XX. Y esta guerra mundial desencadenó una revolución que a su vez desencadenó una revolución mundial porque explicó cómo a través de la Revolución Rusa la guerra también tuvo influencia en China, en India y más lejos. Últimamente he estado en el extremo sur de Chile, en Patagonia. En 1918 estallaron allí huelgas y revueltas, una minirrevolución que a todas luces estaba inspirada en la Revolución Bolchevique. Se aplastó aquella revolución, pero se hicieron concesiones para reducir su influencia. Chile fue el primer país con un Estado de bienestar y la razón fue esa, pero este tipo de cosas no se leen en ninguna parte. Aquí, con ocasión de las conmemoraciones solo se nos habla de Westhoek, del Yser y de Ypres , y después también un poco de lo que pasó al otro lado de la frontera, en Verdun y en la Somme. Y, sin embargo, ¡fue una guerra mundial! Notas de la traductora: * ManiFiesta es la fiesta de la solidaridad que celebra cada año en Bélgica en semanario Solidarité. ** En palabras del zar ruso Nicolás I en 1853 durante una conversación con el embajador británico. *** Recordemos que Jean Jaurès fue asesinado por un fanático nacionalista tres días después del estallido de la guerra precisamente por su postura en contra de ella. *Jacques R. Pauwels es escritor. Nació y creció en Bélgica, aunque reside en Canadá desde 1969. Ediciones EDITHOR ha publicado sus libros "El gran capital con Hitler" y "La Gran Guerra de Clases 1914-1918". Fuente: https://depoliticaehistoria.blogspot.com Un comentario sobre el nuevo libro de la historiadora Annie Lacroix-Riz, La Non-épuration en France de 1943 aux années 1950 (Armand Colin, Paris, 2019)
Por: Jacques Pauwels Traducción: Víctor Carrión Arias En su libro más reciente, La Non-épuration en France de 1943 aux années 1950 (“La no-purga de Fracia de 1943 a los años 1950”), la historiadora Annie Lacroix-Riz desafía una visión de la Liberación del país en 1944-1945 – y sus resultados – que ha sido tendencia recientemente en una historiografía crecientemente dominada por la derecha del espectro político (“droitisée”). Esta visión es muy crítica de la Resistencia y, a la inversa, muy indulgente con respecto a la colaboración. Se dice, por ejemplo, que la Resistencia fue en general poco efectiva, de modo que Francia le debe su liberación casi exclusivamente a los esfuerzos de los estadounidenses y otros aliados occidentales – estos últimos secundados por las fuerzas “francesas libres” de Gaulle – que desembarcaron en Normandía en junio de 1944. Además, se nos dice que la Resistencia aprovechó la oportunidad presentada por la liberación para cometer todo tipo de atrocidades, incluyendo asesinatos y afeitar públicamente las cabezas de jóvenes inocentes que habían cometido “colaboración horizontal”, o sea, tuvieron amoríos con los soldados alemanes. Esta “purga salvaje” (épuration sauvage) de la colaboración equivalió, supuestamente, a un “terreur communiste”, orquestado por los comunistas, miembros reales o falsos de la Resistencia, en un intento por alcanzar siniestros objetivos revolucionarios. Con excepción de los casos más descarados, los colaboradores son ahora presentados por la “historiografía dominante” como ciudadanos más bien decentes, respetables, bienintencionados, “íntegros” (gens tres bien, una expresión tomada del título de la novela de Alexandre Jardin), víctimas de coerción por los alemanes, indefensos y por lo tanto “subordinados” (subalternes) inocentes, atrapados de manera desamparada entre la espada nazi y la pared de la Resistencia, y a menudo involucrados en actos secretos de resistencia. Algunos colaboradores eran fanáticos, claro está, y cometieron crímenes, pero estos en su mayoría eran villanos de baja ralea, bien ejemplificados por los miembros de la infame organización paramilitar del régimen de Vichy, la Milice. En 1944-1945, el gobierno provisional francés, liderado por el general de Gaulle, logró eventualmente restaurar “la ley y el orden”. Así es como, supuestamente, en Francia, tras años de problemas económicos y políticos, derrota militar, ocupación alemana y los disturbios de la Liberación, nació un Estado respetuoso de la ley, un État de droit gaullista. Aún así, tuvo lugar una inevitable purga de colaboradores reales e imaginarios que tuvo muchas víctimas inocentes en los altos rangos de la burocracia estatal, la creme de la creme de los negocios y la élite de la nación en general. Lacroix-Riz demuele esta interpretación revisionista en su nuevo opus que es una investigación minuciosa y documentada y también llena de personalidades tanto oscuras como importantes, haciendo de este una lectura desafiante para aquellos que no están familiarizados con la historia de Francia en la Segunda Guerra Mundial. En sus libros anteriores, como Le choix de la défaite y De Munich a Vichy, ella explicó primero como, en la primavera de 1940, la élite política, militar y económica de Francia entregó el país a los nazis para así poder instalar un régimen fascista; tal sistema de gobierno autoritario se esperaba que fuese más sensible a sus necesidades y requerimientos de lo que fue el sistema de la preguerra de la “Tercera República”, considerado demasiado indulgente para con las clases trabajadoras, especialmente bajo el gobierno del “Frente Popular” de 1936-1937. La autora continuó con otros estudios meticulosamente investigados (Industriels et banquiers français sous l'Occupation y Les élites françaises, 1940-1944. De la collaboration avec l'Allemagne a l'alliance américaine) que muestran como la élite prosperó bajo los auspicios del régimen de Vichy del mariscal Pétain, colaborando de buena gana con los alemanes, y luchó con uñas y dientes contra una Resistencia que estaba dominada en su mayor parte por clase obrera y comunistas, empeñada en introducir cambios radicales, incluso revolucionarios tras la guerra. Hoy, ella demuestra que la Liberación no estuvo acompañada de una minuciosa purga de los colaboradores, sino, au contraire, la “gens très bien” de la élite estatal y de negocios de Francia evitó el expiar por su pecados colaboracionistas, y gran parte del sistema de Vichy que les sirvió tan bien de 1940 a 1944, siguió en su lugar, presumiblemente, hasta la actualidad. Empecemos con la así llamada “purga salvaje”, la supuesta victimización de inocentes por los partisanos comunistas, o comunistas posando como partisanos, se supone, en un intento por eliminar oponentes y rivales en preparación de un golpe de Estado revolucionario. Lacroix-Rix demuestra que los asesinatos y las ejecuciones sumarias tuvieron lugar, pero en su mayoría en el contexto de la amarga lucha que estalló ya antes de los desembarcos en Normandía y la liberación de París. Contrario a la teoría de su ineficiencia militar, la Resistencia perturbó los preparativos del enemigo para la defensa contra los desembarcos aliados que estaban por venir en Normandía, y causaron graves pérdidas, como lo admitieron las propias autoridades alemanas. Y la mayor parte de las atrocidades perpetradas en el contexto de esa forma de guerra no fueron obra de los partisanos, sino de los nazis y de los colaboradores, en especial la Milice, por ejemplo, la ejecución de rehenes y la infame masacre en Oradour-sur-Glane. Los combatientes de la Resistencia, por otra parte, no atacaron a víctimas inocentes, sino que fueron tras soldados alemanes y colaboradores particularmente odiosos, a menudo hombres cuyo castigo (incluyendo la ejecución) había sido solicitado de manera repetida en las emisiones de radio de la Francia Libre por de Gaulle desde Inglaterra. En cuanto a las mujeres cuyas cabezas fueron rapadas, muchas si no es que la mayoría de ellas eran culpables de actividades más atroces que la simple “colaboración horizontal”, por ejemplo, el traicionar a miembros de la Resistencia. No hubo una épuration sauvage antes o durante la Liberación, y la gran purga que supuestamente siguió a la Liberación resultó ser una charada. La élite del Estado del francés así como el sector privado lucraron maravillosamente de la colaboración y tenían buenas razones para temer el advenimiento al poder de sus enemigos en la Resistencia. Pero con la llegada de la Liberación, los radicales de la Resistencia no llegaron al poder; la élite recibió poco o ningún castigo por sus pecados colaboracionistas; su amado orden socioeconómico capitalista permaneció intacto (a pesar de ciertas reformas); y la propia élite retuvo la mayor parte de su poder poder y privilegios. Por esta bendición inmerecida le tenían que agradecer a los liberadores estadounidenses de la una vez grande Nation, así como a Charles de Gaulle, el general que aspiraba a hacer a Francia grande nuevamente. De Gaulle era un patriota genuino, pero un conservador, muy dedicado al orden social y económico establecido de Francia. En cuanto a los estadounidenses, destinados a suceder a los alemanes como los amos de Europa, o al menos de la mitad occidental del continente, estos estaban determinados a hacer triunfar a la “libre empresa” a todo lo largo de Europa y colocar al continente en la órbita política y socioeconómica del Tío Sam. Esto implicó prevenir todos los cambios políticos y socioeconómicos con excepción de los puramente cosméticos; sin importar los deseos y aspiraciones de aquellos que resistieron a los nazis y otros fascistas, y del pueblo en general. Esto también significó perdón, protección y apoyo para los colaboradores con credenciales anticomunistas, lo que es justamente lo que los miembros de la élite en Francia habían sido. De hecho, las autoridades estadounidenses no tenían nada en contra del régimen de Vichy e inicialmente esperaron que este subsistiese tras la expulsión de los alemanes de Francia, sea bajo Pétain o alguna otra personalidad de Vichy, como Weygand o Darlan, si era necesario tras una purga de los elementos proalemanes más rabiosos y la aplicación de una capa de barniz democrático. Después de todo, el sistema de Vichy funcionó esencialmente como la superestructura política del sistema socioeconómico capitalista de Francia, un sistema que Washington se proponía salvar de las garras de sus enemigos de izquierda en la Resistencia. Y a la inversa, tras los reveses alemanes en el frente oriental, y particularmente tras la Batalla de Stalingrado, incontables colaboradores de Vichy vieron la leyenda escrita en la pared y esperaban la salvación en forma de un “futuro americano” para Francia o, como Lacroix-Riz gusta ponerlo, al intercambiar al “tutor” alemán” por uno estadounidense. Tras la liberación por los estadounidenses, esta gente podía esperar que sus pecados e incluso crímenes colaboracionistas fuesen olvidados y perdonados, mientras las aspiraciones revolucionarias o incluso simplemente progresistas de la Resistencia estarían condenados a ser una quimera. Los líderes en Washington no le veían utilidad a de Gaulle; como los vichistas, lo consideraban una cubierta para los comunistas, alguien que, si llegaba al poder, le abriría la puerta a una toma “bolchevique”, como Kerensky le precedió a Lenin durante la Revolución Rusa de 1917. Pero gradualmente se dieron cuenta, como Churchill antes de ellos, que sería imposible endosar a una personalidad asociada con Vichy al pueblo francés, y un gobierno liderado por de Gaulle resultaba ser la única alternativa a uno establecido por la Resistencia dominada por comunistas, de mentalidad radical reformadora. Necesitaban al general para neutralizar a los comunistas al finalizar a las hostilidades. El propio de Gaulle logró apaciguar a Washington al prometer respetar el status quo socioeconómico; y para garantizar su compromiso, incontables colaboradores de Vichy que gozaron de los favores de los estadounidenses se integraron en su movimiento Francia Libre e incluso se les dio posiciones de liderazgo. De Gaulle mutó así en un “líder derechista”, aceptable para la élite francesa y para los estadounidenses, dispuestos a suceder a los alemanes como “protectores” de los intereses de esa élite. Este es el contexto en el que de Gaulle se apresuró hacia París en la época de la liberación de la ciudad a finales de agosto de 1944. La idea era prevenir que la Resistencia dominada por comunistas intente establecer un gobierno provisional en la capital. Los estadounidenses organizaron que de Gaulle se pasee por los Campos Elíseos como el salvador que la Francia patriótica había estado esperando por cuatro largos años. Y el 23 de octubre de 1944, Washington finalmente lo hizo oficial y lo reconoció como líder del gobierno provisional de la Francia liberada. Bajos los auspicios de de Gaulle, Francia reemplazó al sistema de Vichy con una superestructura política nueva, democrática, la “Cuarta República”. (Ese sistema sería reemplazado por un sistema más autoritario, presidencial de estilo estadounidense, la “Quinta República”, en 1958). Y la clase obrera, que tanto había sufrido bajo el régimen de Vichy, recibió un paquete de beneficios incluyendo salarios más altos, vacaciones pagadas, salud y seguro de desempleo, generosos planes de pensión y otros servicios sociales; resumiendo, un modesto “estado bienestar”. Todas estas medidas obtuvieron el amplío apoyo de los plebeyos asalariados, pero irritaron a los patricios de la élite y especialmente a los empleadores, la patronat. Pero la élite valoró que estas reformas apaciguaron a la clase obrera, quitándole el viento a las velas revolucionarias de los comunistas, aún cuando estos se encontraban en la cumbre de su prestigio debido a su rol de liderazgo dentro de la Resistencia y su asociación con la Unión Soviética, a la que entonces en Francia aún se le daba amplío crédito como la vencedora de la Alemania nazi. Las mujeres y los hombres de la Resistencia fueron elevados oficialmente al estatus de héroes, con monumentos erigidos y calles nombradas en su honor. A la inversa, los colaboradores fueron “purgados” oficialmente, y sus representantes más infames castigados; algunos de ellos – por ejemplo, el siniestro Pierre Laval – incluso recibieron la pena de muerte, y los colaboradores económicos más importantes, como la fabrica de automóviles Renault, fueron nacionalizadas. Pero con su gobierno provisional lleno de vichistas reciclados y el Tío Sam mirando sobre su hombro, de Gaulle se aseguró de que solos los peces gordos de alto perfil del régimen de Vichy fuesen castigados o purgados. Muchos, si no la mayoría de los bancos y corporaciones colaboracionistas le debían su salvación a una conexión estadounidense, por ejemplo la subsidiaria francesa de Ford. Las sentencias de muerte con frecuencia fueron conmutadas, y los funcionarios de la ocupación nazi (como Klaus Barbie) y los colaboradores que cometieron grandes crímenes desparecieron del país a una nueva vida en Sudamérica o incluso en Norteamerica gracias a los nuevos amos estadounidenses, que apreciaban el celo anticomunista de estos hombres. Incontables colaboradores salieron airosos porque lograron producir “certificados de Resistencia” falsos o desarrollaron súbitamente enfermedades que provocaron que sus juicios sean pospuestos y eventualmente descartados. Los funcionarios locales culpables de trabajar con y para los alemanes escaparon al castigo al ser transferidos a una ciudad donde su pasado colaboracionista era desconocido, por ejemplo, de Budeos a Dijon. Y la mayoría de los que fueron encontrados culpables recibieron solo un castigo muy leve, un pequeño golpe en la mano. Todo esto fue posible porque el gobierno de de Gaulle, y su ministro de justicia en particular, hicieron equipo con antiguos vichistas impenitentes; no es de sorprender que estos fuesen lo que Lacroix-Riz llama “un club de apasionados opositores de una purga” (un club d'anti-épurateurs passionnés). Aunque la élite de Francia tuvo que arreglárselas, como antes de 1940, con los inconvenientes de un sistema parlamentario democrático en el que a los plebeyos se les permitía tener algo de voz, logró permanecer firmemente en control de los centros de poder no electivos del Estado francés de posguerra, tales como el ejército, las cortes y los altos rangos de la burocracia y la policía, centros que siempre monopolizaron. Los generales de Vichy, por ejemplo, en su mayoría conocidos por ser enemigos de la Resistencia y que se convirtieron por conveniencia al gaullismo, retuvieron el control sobre las fuerzas armadas e incontables funcionarios que fueron servidores diligentes de Pétain o de las autoridades de ocupación alemanas siguieron en funciones y con capacidad de proseguir prestigiosas carreras y beneficiarse de promociones y honores. Annie Lacroix-Riz concluye que el Estado supuestamente “respetuoso de la ley” de de Gaulle “saboteó la purga los funcionarios de alto rango [colaboracionistas], permitiendo... así la supervivencia de la hegemonía de Vichy sobre el sistema judicial francés”; y, se puede añadir, la supervivencia del sistema estilo Vichy en general. En 1944-1945, la élite francesa no expió sus pecados colaboracionistas y tuvo suerte de que la amenazas revolucionarias a su orden socioeconómico capitalista, encarnado por la Resistencia, pudo exorcizarse mediante la introducción de un sistema de seguridad social. El amargo conflicto de clases de tiempo de guerra entre los patricios y plebeyos de Francia, reflejada en la dicotomía colaboración-resistencia, no terminó así en realidad, sino que simplemente dio lugar a una tregua. Y esa tregua fue esencialmente “gaullista”, dado que se concluyó bajo los auspicios de una personalidad que era lo suficientemente conservadora para los gustos de la élite francesa y sus nuevos “tutores” estadounidenses, pero cuyo admirable patriotismo lo hizo querido para la Resistencia y su electorado. Con el colapso de la Unión Soviética y la desaparición de la amenaza comunista, no obstante, la élite francesa cesó de ver la necesidad de mantener el sistema de servicios sociales que adoptó solo de manera renuente. La tarea de desmantelar el “estado de bienestar” francés, emprendida bajo los auspicios de presidentes proestadounidenses como Sarkozy y hoy Macron, se facilitó por la adopción de facto del neoliberalismo por la Unión Europea, una ideología que abogaba por el retorno sin trabas del capitalismo del dejar hacer dejar pasar à l'américaine. Así reinició la guerra de clases que horadó la colaboración contra la Resistencia durante la II Guerra Mundial. Es en este contexto que la historiografía francesa se vio más y más dominada por un revisionismo que es critico de la Resistencia e indulgente con respecto a la colaboración e incluso con el propio fascismo. El libro de Annie Lacroix-Riz provee un antídoto muy necesitado para esta falsificación de la historia. Es nuestra esperanza que otros historiadores sigan su ejemplo e investiguen hasta que punto se ha rehabilitado a fascistas y colaboradores, y se ha denigrado a la Resistencia antifascista, por la historiografía revisionista – y por políticos derechistas – en otros países europeos, por ejemplo, Italia y Bélgica. Un señalamiento final está a la orden. Macron busca destruir el estado de bienestar que fue introducido a consecuencia de la Liberación para evitar los cambios revolucionarios defendidos por la Resistencia liderada por los comunistas. Él juega con fuego. En efecto, al intentar liquidar los servicios sociales que limitan, pero no evitan, la acumulación de capital y son así en lo esencial solo una molestia para el orden socioeconómico establecido, él esta removiendo un importante obstáculo para la revolución, una genuina amenaza existencial para ese orden. Su ofensiva disparó una resistencia masiva, la de los “chalecos amarillos”. Este grupo variopinto ciertamente no está liderado por una vanguardia comunista como la de la Resistencia de tiempo de guerra, pero en verdad parece tener potencial revolucionario. El conflicto entre un presidente que representa a la élite francesa y sus tutores estadounidenses y que es en muchas formas el heredero de Pétain, y, por otra parte, los gilets jaunes que representan a las masas plebeyas descontentas e intranquilas anhelando un cambio, herederos de los partisanos de la guerra, tal vez provoque que Francia experimente algo que eludió en tiempos de la Liberación: una revolución, y una real, no una épuration falsa. Nuestra actividad es libre y creadora precisamente en la medida que refleje correctamente la realidad objetiva” Entrevista con Rogney Piedra Arencibia, autor de “Marxismo y dialéctica de la naturaleza” Por Víctor Carrión ¿“Marxismo y dialéctica de la naturaleza” se conforma de varios ensayos, qué te motivó a escribirlos en primer lugar? Aunque desde entonces no he parado de mejorarlo e incrementarlo, empecé a escribir este trabajo a mediados del 2012, cuando todavía era un estudiante de la carrera de Filosofía Marxista Leninista en la Facultad de Filosofía e Historia de la Universidad de La Habana. Por aquel entonces recibía clases de marxismo por parte de un profesor muy bueno, llamado Jorge Luis Acanda. Por su elocuencia y profundidad, admiraba —y admiro— a este profesor, pero nunca compartí con él su antiengelsianismo. Había leído yo con anterioridad a Engels y no entendía realmente “por qué tanto problema” con el tema de la dialéctica de la naturaleza, tampoco coincidía con los supuestos “errores” que él veía en Engels. Otros profesores incluso caían en la típica identificación de Engels como el “pionero” de todo marxismo positivista, reduccionista, determinista y dogmático. Noté que esta postura estaba bastante extendida en esa Facultad y me propuse desafiarla seriamente. Podría mencionar dos hechos específicos que sucedieron por aquellos días de estudiante que me empujaron a defender a Engels. En primer lugar, una vez presencié una conferencia que el intelectual Aurelio Alonso (quien más tarde recibiera el Premio Nacional de Ciencias Sociales de Cuba) impartió como invitado en nuestra Facultad en un curso sobre el marxismo en Cuba. Sus argumentos contra Engels me parecieron realmente injustos, compuestos por una mezcla (nunca pude determinar en qué proporción) de burda ignorancia con engaño malintencionado. El segundo suceso, fue cuando leí por primera vez el libro de Néstor Kohan “Marx en su (tercer) mundo”. En este libro pude encontrar, en esencia, los mismos falsos argumentos y acusaciones con los que me había tropezado en mi facultad. En cierto sentido, creo que me alegré muchísimo de encontrar ese texto. Uno de los principales problemas con el antiengelsianismo en los ámbitos académicos de Cuba es que las personas que así piensan, aunque con frecuencia expresan estas opiniones en debates públicos y en las aulas, esto es, de forma oral, rara vez publican explícitamente sobre el tema y, por tanto, es muy difícil entablar una polémica literaria con ellos. El libro de Kohan me sirvió pues como sustituto de esta literatura antiengelsiana ausente en mi país y se constituyó en el blanco originario de mis críticas, al punto que algunos compañeros, en forma de broma, se referían a mi texto como “El anti-Kohan”. El objeto central del libro es el antiengelsianismo, ¿qué importancia tiene el debate con los antiengelsianos hoy en día? El antiengelsianismo es una interpretación reduccionista del marxismo. Reduce a este último a “ciencia social” o incluso a “teoría política”. Lo que se juega en el debate sobre el papel de Engels en el desarrollo del marxismo es su carácter de cosmovisión, como una amplia y comprensiva concepción con intereses no sólo estrechamente políticos sino también filosóficos (gnoseológicos, ontológicos, éticos), científicos y técnicos. En otras palabras, una concepción multifacética relevante y sensible a problemas tanto del ámbito natural como del social. Una concepción que encamine el pensamiento humano hacia la visión de Marx sobre la creación de “una sola ciencia” que unifique las ciencias sociales y las naturales. Lenin fue uno de los marxistas que mejor comprendió que la estrechez teórica y el fetichismo de lo político como lo único que “realmente importa” para la lucha revolucionaria, solo puede conducir, precisamente, a una pobre (unilateral) conciencia política. Creo que estas ideas leninistas son necesarias hoy más que nunca para entender las graves implicaciones que tendría para el marxismo la renuncia a priori a un campo teórico, ideológico y práctico tan importante como el de la naturaleza y las ciencias que la estudian. En el ensayo “La teodicea del marxismo” escribes: "Lo cierto es que la cuestión del Engels naturalista y el Marx humanista se convirtió en un lugar común dentro de las distintas escuelas del marxismo occidental. En este sentido, podemos advertir una marcada tendencia por parte de muchos pensadores de estas escuelas que consiste en ver, en la dialéctica de la naturaleza, el fruto prohibido del marxismo y, en Engels, la serpiente diabólica que incita a ese pecado original de donde —supuestamente— se deriva todo lo vulgar, lo dogmático, lo mecanicista y antidialéctico del marxismo ortodoxo." ¿Qué influencia tiene este lugar común fuera del debate del marxismo académico? Aunque condicionada políticamente, la pretendida escisión entre Marx y Engels, precisamente por su carácter artificioso y sofista, es una invención esencialmente académica. Pero, por desgracia, no es esta una querella libresca de exclusivo interés para un grupito de intelectuales trasnochados. Esto nunca ha sido así cuando se trata del marxismo. Como toda quimera relacionada con éste que se repite una y otra vez desde la academia, el antiengelsianismo se cimienta lentamente en el sentido común y adquiere fuerza de prejuicio, influenciando a personas honestamente revolucionarias. Y por si fuese poco, se trata de un prejuicio con graves implicaciones prácticas y políticas. En este caso, quiero llamar la atención sobre una característica del marxismo occidental: éste contiene un enfoque teórico incapaz por su propia naturaleza de orientar la práctica revolucionaria a un término exitoso, abiertamente declarando —o admitiendo implícitamente-- la imposibilidad de brindar una alternativa viable al capitalismo. Esta tendencia conservadora del marxismo occidental, deriva de su carácter tendencialmente negativo, abstractamente crítico y dependiente de la positividad que critica. El marxismo, entendido de esta forma, solo seguiría siendo “crítico”, “revolucionario” mientras que continúe siendo una concepción no hegemónica, periférica, minoritaria, una ideología por definición de y para perdedores. El marxismo occidental, que había nacido del sentimiento de derrota (la historia del joven Lukács y de la obra fundacional del marxismo occidental, “Historia y conciencia de clase” así lo atestiguan), limitó a la larga su horizonte a la queja y la denuncia más o menos subjetivista del orden existente. Es un marxismo impotente por su propia naturaleza, cuyo origen y destino son el fracaso. Su forma de vida es la de la sanguijuela que, incapaz de subsistir por sí misma, se alimenta vampíricamente de las dos bestias en pugna que ella repudia por igual. Esto ya era visible en las interpretaciones del marxismo por algunos integrantes de la primera generación de la escuela de Frankfurt y, de forma aún más evidente, en la obra de algunos de los epígonos más recientes del marxismo occidental, como John Holloway. Dejando a un lado las reales y profundas deficiencias del llamado “socialismo real”, las críticas injustas y prejuiciadas por la propaganda antisoviética que muchos marxistas occidentales le confirieron a la URSS, están vinculadas a esta forma parasitaria de marxismo que no ve alternativa posible al orden capitalista y se conforma con la mera crítica (literaria) tanto al capitalismo como al socialismo “realmente existentes”. Ese era su defecto principal, pues si bien la positividad sin negatividad es ciega, la negatividad sin positividad, es vacía. Precisamente por eso, las ideas dialéctico-materialistas engelsianas sobre la naturaleza y las ciencias que la estudian son un componente indispensable para una teoría que supere la impotencia resultante de la negatividad abstracta típica del marxismo occidental. Y es que la positiva y real estructuración comunista de la sociedad implica una transformación revolucionaria no sólo de las relaciones de los seres humanos entre sí, sino además de las relaciones entre los seres humanos y (el resto de) la naturaleza. Este no es un cambio de dimensiones estrechamente políticas, sino históricas. Una transformación con implicaciones científicas, técnicas, estéticas, psicológicas y filosófico-cosmovisivas. En palabras de Engels, una transformación que “llevará a la humanidad a reconciliarse con la naturaleza y consigo misma”. Es por eso que, desde el punto de vista político, la concepción dialéctico-marxista de la naturaleza se revela como requisito imprescindible para la construcción de la realidad comunista. A nivel teórico, ¿cuáles serían las consecuencias teóricas del antiengelsianismo en las escuelas del llamado marxismo occidental? Desde el punto de vista teórico, me parece que una de las consecuencias negativas más interesantes es la profunda incomprensión del concepto de la práctica por parte de estos marxistas que, irónicamente, con frecuencia se llaman a sí mismos “filósofos de la praxis”. Una incomprensión que menoscaba a su vez la concepción teórica de las relaciones entre el hombre y la naturaleza, y entre los mismos hombres, esto es, las relaciones sociales, al ser incapaz de dar cuentas sobre el carácter bidireccional de la mediación activa en la relación hombre-naturaleza. En el libro se trata este tema en el capítulo “El concepto central del marxismo: praxis o materia.” Otra consecuencia negativa similar es que, acusando unísonamente a Engels de positivista, los antiengelsianos profesan secretamente la concepción más tosca e ingenuamente positivista sobre las ciencias naturales y sobre la naturaleza misma que uno pueda imaginarse, como creo demostrar en el capítulo “Dialéctica en la naturaleza”. Así, a lo largo de todo el libro el lector podrá encontrar otras implicaciones negativas. Sin embargo, creo que las consecuencias teóricas del antiengelsianismo se resumen de forma más clara en el apéndice que he incorporado a la presente edición publicada por la editorial Edithor. Presento estas implicaciones en forma de “venganzas” de Engels y explico detenidamente sólo tres de ellas, aunque en una nota al pie hago referencia a una cuarta. Por razones de espacio, solo las nombro aquí: la venganza de las ciencias naturales, la venganza de la filosofía, la venganza de la naturaleza y la venganza de la historia (aunque en dicho apéndice no desarrollo explícitamente esta última “venganza”, creo que en capítulo “¿Engels, determinista?” así como en un artículo publicado por separado doy bastantes elementos como para que el lector la reconstruya por sí mismo). En tu texto citas a Normal Levine, Nestor Kohan y Alfred Schmidt, pensadores que hacen gala de una postura anti-Engels radical, ¿en tu investigación pudiste determinar el objetivo que persiguen ellos al asumir esta posición? Me llama la atención el orden en que has mencionado a estos tres autores. Los enumeras de peor a mejor. El primero, es sin dudas el más radical antiengelsiano y (¿casualidad?) el menos profundo de los tres. De hecho, personalmente, cuando lo conocí en La Habana, me dio la impresión de ser un prepotente charlatán, cosa que pude verificar luego en sus libros. Su objetivo es fácil de leer: separar a Marx del marxismo mediante una lectura academicista y apolítica que no advierte la diferencia esencial entre Marx y el (neo)hegelianismo: un marxismo descafeinado, por decirlo de alguna manera. El segundo, se sitúa en el medio tanto en su antiengelsianismo (no sé si uno podría agradecer su capítulo “Y, sin embargo, Engels”) como en su profundidad (su interpretación sobre la ideología y sus críticas a Althusser no son del todo desechables, a pesar de que ambas pecan de unilateralidad). Sus intenciones son más difíciles de leer, pero yo me inclino a pensar que son las propias de un practicismo político abstracto que raya en lo que en los viejos tiempos se llamaba ultraizquierdismo. Kohan convierte la práctica revolucionaria en la revuelta política corta de luces. El suyo, me da la impresión, es ese tipo de marxismo diseñado para la (eterna) protesta, pero no para la construcción positiva de una realidad socialista una vez conquistado el poder político. Ahora, con respecto a Alfred Schmidt, debo confesar --y esto es algo que uno no siempre tiene oportunidad de hacer en una polémica— que a pesar de estar viciado por el antiengelsianismo y contener graves errores asociados a éste, como creo demostrar en mi libro, su obra “El concepto de naturaleza en Marx” es una obra valiosa y original. Si me preguntas por el objetivo detrás de su antiengelsianismo, no podría contestarte con seguridad, es algo en lo que podríamos reflexionar e investigar. De lo que sí estoy seguro es que, como la mayoría de los antiengelsianos, Schmidt es víctima de un prejuicio culturalista de tipo (origen) neokantiano que escinde de forma dualista la realidad en los mundos de la naturaleza y del “espíritu” (cultura, sociedad) resucitando la vieja dualidad kantiana entre el noúmeno y el fenómeno: el ser humano está encerrado, cual náufrago, en la isla fenoménica de su praxis social. Intentar escapar de esa isla constituye un pecado capital, un realismo ingenuo. Si los prejuicios suelen motivar las posiciones teóricas, entonces diría que, en buena medida, este fue el caso de Schmidt. Aunque en todo el texto tratas sobre la cuestión de la dialéctica de la naturaleza existen dos ensayos que llaman la atención, “El vínculo naturaleza-hombre: el trabajo” y “Dialéctica en la naturaleza” en los que lidias de modo profundo con este problema. ¿Qué subyace en la hostilidad que los antiengelsianos muestran para todo lo que tenga que ver con la dialéctica de la naturaleza? Creo que este tema lo abordo sobre todo en el capítulo “La teodicea del marxismo”. Además del prejuicio culturalista neokantiano que mencioné en la pregunta anterior, en buena medida, subyace una reacción contra el marxismo soviético debido a que, como es sabido, la dialéctica de la naturaleza era una de las ideas claves para éste último. Entonces, por transición, le tocó a Engels pagar por los platos que rompieron los soviéticos, y por los que no rompieron también. ¿Crees que esto es un reflejo del divorcio entre ciencias naturales y ciencias sociales en nuestra sociedad? Sí, exactamente así pienso. Sobre todo en el plano académico, el divorcio entre Marx y Engels que muchos profesan expresa el divorcio entre las ciencias naturales y las sociales junto con las humanidades. Es una manifestación de lo que Iliénkov llamaba “cretinismo profesional” que implica la concepción (positivista) de dividir el conocimiento en feudos separados que no deben cruzarse ni interactuar. Este divorcio tiene, desde luego, profundas causas histórico-sociales vinculadas a la producción capitalista de la ciencia y a la relativa autonomía de las distintas esferas de la realidad social conquistada por el modo de producción burgués por oposición al feudal (donde virtualmente ninguna esfera social tenía autonomía con respecto a la religión). Por supuesto, hoy la institución del mercado reemplaza a la institución de la iglesia como rector universal de todas estas “esferas autónomas”; pero el mercado es una institución con una lógica inmanente de funcionamiento mil veces más flexible, activa, racional y libre que la iglesia, de ahí el dinamismo de los tiempos modernos retratado en el “Manifiesto comunista”. La propia ciencia moderna, tanto natural como social, es uno de los logros más importantes del modo de producción capitalista. El problema con relación a la ciencia del modo de producción capitalista es que éste la orienta forzosamente a la sobreespecialización, a la estrechez profesional y al secretismo cognoscitivo empresarial; tendencias opuestas a la esencia misma del conocimiento científico, sin hablar del freno que supone la persecución de ganancias a corto plazo para los adelantos científico-técnicos de gran escala. Cuando Kohan, por ejemplo, dice sin reserva que “de las ciencias que se ocupen los científicos”, me parece evidente que es víctima de ese cretinismo profesional propio del modo de producción burgués. ¿Sería posible que un estudio detallado de los escritos de Marx nos revele su coincidencia con Engels en la tesis de una dialéctica de la naturaleza? Sí. Pruebas documentales de que Marx coincidía con Engels en la necesidad de una concepción dialéctica de la naturaleza y de las ciencias que la estudian hay de sobra. Creo cubrir este tema de una forma bien documentada y minuciosa en el capítulo “Sobre las supuestas diferencias radicales entre Marx y Engels”. Ahora, una cosa distinta es encontrar en la lógica interna del pensamiento marxiano la necesidad de la dialéctica de la naturaleza. En el libro creo aportar algunas ideas para establecer esta necesidad de presuposición interna entre el análisis socio-económico realizado por Marx y las ideas dialéctico-naturales de Engels. En esta segunda edición, citó un artículo muy bueno del filósofo soviético de la ciencia Boris G. Kuznetsov que aborda este asunto de manera profunda. Se argumenta que las tesis del materialismo dialéctico ignoran la práctica o “praxis”, tu abordas esta cuestión en el ensayo “El concepto central del marxismo: praxis 'o' materia”. ¿Se justifica desde el punto de vista marxista la contraposición hoy tan usual entre “praxis” y “materia”? En ese capítulo argumento cómo el concepto mismo de materia es una determinación necesaria para el concepto de praxis. Cuando se despoja a éste de aquel, queda el concepto abstracto de actividad. Por ello una concepción consecuentemente materialista de la praxis no puede llevarse a cabo sin una concepción consecuentemente (dialécticamente) materialista del concepto de materia. La práctica humana es la actividad material sociohistóricamente desarrollada capaz de transformar activamente la realidad conforme a fines humanos respetando y empleando con “astucia” las leyes de la naturaleza. La concepción idealista de la praxis, presente en “Historia y conciencia de clase”, tiene sin embargo su cuna predilecta en Italia (con Gentile, Mondolfo y, aunque en menor medida, con Gramsci). En el caso de Néstor Kohan, él incluso llega a afirmar que las tesis materialistas expuestas por Engels en el “Anti-Dühring” son el fundamento de una política reformista, evolucionista pues supuestamente niegan la “praxis”. ¿Esto tiene algún fundamento? Aquí Kohan estaría siendo un marxista muy extraño al proponer meras teorías como “fundamento” de prácticas políticas. Yo diría que la relación es a la inversa; son estas prácticas políticas las que producen y fundamentan directamente una ideología (en este caso, una interpretación reformista del Anti-Dühring) que las legitime. El fundamento último del reformismo y el evolucionismo (etapismo), presentes en la Segunda Internacional, por ejemplo, se constituye de causas más profundas de corte socioeconómico que requieren ser examinadas, pero en última instancia no es el resultado de la polémica literaria que Engels --con el apoyo de Marx, por cierto— sostuviera contra el profesor Dühring. ¿Puede ser que los antiengelsianos más radicales hayan llegado al punto de declarar que la “materia ha desaparecido” disuelta en la “praxis”? A veces me da esa impresión, por ejemplo, con autores como Petrovic. Pero yo creo más bien que el modelo de la praxis como demiurgo, como creador omnipotente de todo lo que existe es más propio de los antiengelsianos. Aquí se considera la materia como una realidad contingente, derivada de la praxis. El propio Kohan coquetea con este idealismo subjetivo cuando lanza la temeraria afirmación de que “todo lo que existe es entonces resultado o está moldeado por la acción transformadora de los hombres.” Con esto se intenta convertir a la práctica humana en una suerte de sustancia metafísica autosuficiente. Nada más alejado de la auténtica concepción marxista sobre el tema, donde la prioridad de la naturaleza con respecto a la práctica no se pone en duda y donde esta última es considerada como proceso natural provisto de forma social. Esto se descubre fácilmente en la lectura del primer capítulo de “La ideología alemana” y del quinto capítulo de “El capital”. El problema de la teoría del reflejo es examinado a fondo en el ensayo “La historicidad del pensamiento y la teoría del reflejo”. ¿Cómo resumirías los argumentos de los antiengelsianos contra la teoría del reflejo? En primer lugar, no sé de dónde sacan la idea de que para Engels el conocimiento es “una imagen exacta” (palabras de Kohan) de la realidad que refleja. En segundo lugar, no toman en cuenta la rica tradición filosófica con la que cuenta esta teoría (Aristóteles, Espinoza, Leibniz, Hegel, Lenin) y muchas veces la identifican con la teoría fisiológica del reflejo al estilo del destacado fisiólogo Iván P. Pavlov. Y el colmo de las injusticias que cometen es el de acusar a Engels del empirismo ramplón que confía en la suficiencia del conocimiento empírico y de la generalización con bases puramente empírico/inductivas. Digo el colmo de las injusticias, porque Engels fue precisamente un campeón en la lucha contra tales concepciones unilaterales sobre el conocimiento y las vías de su correcta adquisición. ¿Es válido argumentar como la hace Garaudy que la teoría del reflejo es una negación de la actividad libre y creadora del ser humano? Lo que algunos antiengelsianos no logran captar es la relación dialéctica entre la pasividad y la actividad y su papel en la producción espiritual y material del ser humano. La libertad abstractamente incondicionada, absoluta e ilimitada que no encuentra resistencia en el mundo y que, por tanto, crea a su antojo el mundo, es una propiedad divina. El ser humano, en cambio, no es Dios, y para transformar exitosamente el mundo tiene que reflejarlo en sus regularidades objetivas (existentes con independencia de su actividad y reflejadas con ayuda de la misma). El reflejo cognoscitivo del mundo es un producto de la actividad creadora tanto práctica como teórica del ser humano sobre el mismo. De ahí que resulte infundada la idea de que el reflejo de la realidad niegue la actividad creadora, cuando en verdad la presupone. Pero, a su vez, la actividad práctica humana tiene como premisa ciertos conocimientos de lo que se ha de transformar en ella. Sin esta imagen cognoscitiva (reflejo), la actividad no es realmente libre sino prisionera de condiciones hostiles para ella desconocidas que en última instancia conllevan al fracaso (frustración) de la actividad. Por ello, nuestra actividad es libre y creadora precisamente en la medida que refleje correctamente la realidad objetiva. Los puentes kilométricos de acero y concreto son una creación humana que no se producen de forma espontánea en condiciones estrictamente naturales. En este sentido, ellos desde luego no son “copias” de la naturaleza. Pero los ingenieros que los diseñan y los obreros que los construyen deben respetar al pie de la letra todas las leyes naturales involucradas en la construcción de una estructura de tales dimensiones. ¿Dónde quedaría nuestra libertad (capacidad) de crear puentes sin el conocimiento de estas leyes? En “Las venganzas de Engels” consideras el problema de la ciencia natural y su relación con la filosofía. En su momento, el filósofo soviético Valeri Bosenko afirmó que la dialéctica se venga por haber sido menospreciada, en referencia a la contrarrevolución en la URSS, ¿piensas que se puede afirmar lo mismo respecto al desarrollo de las ciencias naturales? ¿La dialéctica se venga con estas por haber sido menospreciada? El propio Engels enuncia de forma explícita esa idea en “Dialéctica de la naturaleza” cuando habla de la venganza “póstuma” de la filosofía y cuando recuerda las palabras de Newton “¡Física, cuídate de la metafísica!”, diciendo que es una expresión muy exacta pero no en el sentido que Newton le otorgaba a la palabra metafísica (como pensamiento especulativo o filosófico en general), sino en el sentido de una forma antidialéctica de pensamiento. Creo que Bosenko hace un buen uso de la idea engelsiana proveyéndola de implicaciones no sólo teóricas sino políticas. Todavía tengo la deuda pendiente de escribir un breve comentario sobre este pensador soviético tan interesante; así que tendré oportunidad de volver a su interpretación de esa idea engelsiana cuando reanude dicho comentario. Un tema que tratas en “Las venganzas de Engels” es la actual crisis ecológica y lo que Engels puede enseñarnos al respecto. ¿Qué tan relevante es hoy Engels para encontrar soluciones al dilema medioambiental en que se encuentra la humanidad? Creo que este es uno de los temas más actuales del pensamiento de Engels. Lo más relevante es el profundo vínculo dialéctico que Engels logra descubrir entre las consecuencias naturales y sociales de nuestra actividad productiva, así como el carácter políticamente condicionado de estas consecuencias. Es relevante porque rechaza la interpretación romántica premodernista de las relaciones hombre-naturaleza al tiempo que enfoca el debate ecológico en un terreno político (en el terreno de la lucha de clases) y no en un plano abstracto donde “la humanidad” por su “naturaleza” egoísta y ambiciosa es la responsable de dichos problemas medioambientales. El reconocimiento del carácter activo de la naturaleza, que se “venga” por cada una de las victorias que le arrebatamos, es vital para despertar de la arrogancia antropocéntrica que ve en la naturaleza un mero material dócil y pasivo sujeto a nuestros antojos. El materialismo dialéctico de Engels, ve al espíritu humano como una criatura cósmica, universal y necesaria, como un atributo de la naturaleza y no como un mero accidente prescindible de la misma. Pero, el papel realmente universal, cósmico de la humanidad solo puede realizarse plenamente en la forma inteligente (comunista) de organizar las relaciones de los seres humanos entre sí y con el resto de la naturaleza. Es por eso que, tanto para Marx como para Engels, el comunismo es un humanismo=naturalismo, es la reconciliación del hombre con la naturaleza y con su propia historia. Por Arnaud Spire
16 de noviembre de 2005 (Traducción de Víctor Carrión Arias) [...] La aparición de un nuevo concepto como el de “liberalismo libertario” es un evento en el pensamiento. Pero el proceso por el que el mundo universitario lo valida o no como suyo es de larga duración. Michel Clouscard fue el primero en haber empleado el término “liberal (por tanto libertario)” en su libro Neofascismo e ideología del deseo en 1973. Reveló sus raíces filosóficas profundas en El Ser y el Código (1973), proceso de producción de un conjunto precapitalista. Allí, diferencia a los ideólogos estructuralistas de la época, propone un conjunto lógico-histórico que, sin excluir el marxismo, captura la cotidianidad y el lenguaje de todos para tener éxito, como escribió Sartre a propósito de esta obra, que en ella “la historia se revela de modo concreto por lo que ella es, una totalización en curso”. El evento inicial de esta “crítica” reeditado de modo valiente en una versión actualizada por los jóvenes de Éditions Delga, se sitúa en mayo 1968. La revuelta estudiantil, amplificada por la dilatada huelga obrera fue considerada por el autor como el caballo de Troya del liberalismo libertario. Tesis sorprendente en el momento, pero comprensible en nuestros días si se ha observado en que se han convertido los pseudo- “héroes” estudiantiles y sus lemas reutilizados sin vergüenza alguna por el “mercadeo” moderno. El espíritu sesenta y ochero en sí ha penetrado la “gerencia” de las empresas. Se puede decir en retrospectiva que esos eventos están en el origen de la contrarrevolución más perfeccionada. Esto no significa, claro está, que Michel Clouscard alguna vez haya considerado despreciables los innegables avances sociales obtenidos por el movimiento. Pero la articulación interna en el capitalismo de la ideología libertaria entonces marginal y de la estructura liberal de sociedad se fortaleció de manera duradera. Sin embargo, es en mayo de 1968 que se jugó el gran sociodrama necesario para el desbloqueo de los mercados del deseo, algo urgente por la crisis comercial del capitalismo y el piso alcanzado ya entonces por baja tendencial de la tasa de ganancia. El poder capitalista y el discurso libertario son de aquí en adelante los dos polos del pensamiento liberal contemporáneo. El primero domina, el segundo asegura esta dominación: “Con el libertario, el liberalismo cumple su concepto” (p. 230). Al contrario de lo que sugiere la euforia eufónica, el liberalismo libertario no libera a la persona. Es una estrategia que permite el engendramiento recíproco de lo permisivo y lo represivo, permisivo para el consumidor, si tiene los medios, y represivo en todos los casos para el productor. El devenir de la expresión no camufla bien el tránsito imposible de la sociedad de la producción a la sociedad del consumo en el cuadro del capitalismo. [...] Por Roger Keeran
16 de enero de 2018 En 1938, Gueorgui Dimitrov, el líder comunista búlgaro, dio la definición marxista-leninista clásica de fascismo: “la dictadura terrorista abierta de los elementos más reaccionarios, más chauvinistas y más imperialistas del capital financiero.” Él añadió, “el fascismo es el poder del propio capital financiero. Es la organización de la venganza terrorista contra la clase obrera.” En “El gran capital con Hitler”, Jacques Pauwels hace algo más que validar la proposición de Dimitrov. Él provee un recuento sorprendente de la colaboración entre el gran capital y Hitler, una colaboración que involucró tanto al capital estadounidense como al alemán, una colaboración que se extendió más allá de Alemania a otros países europeos, y una colaboración que ocurrió no solo antes de la Segunda Guerra Mundial, sino que también perduró tras la Segunda Guerra Mundial. Si tú creías conocer algo del capitalismo y de Hitler, el libro de Pauwels, probablemente te mostrará que tu no conocías ni la mitad de la historia. Pauwels, un canadiense con un PhD en historia de la Universidad de York, ha escrito dos libros previos - “The Great Class War 1914-1918”1 y “The Myth of the Good War” - que retan varios de los conceptos aceptados de la Primera y la Segunda guerras mundiales. En esta obra, Pauwels también desafía varios mitos. Él argumenta que el gran capital industrial y financiero en Alemania y en los Estados Unidos jugó un rol mayor al apoyar, financiar y abastecer al gobierno de Hitler desde el comienzo hasta el final. Lo hicieron porque las políticas nazis incrementaron sus ganancias y atacaron a sus enemigos, a saber el partido comunista, los sindicatos y la Unión Soviética. La primera mitad del libro lidia con el gran capital alemán y Hitler, y la segunda mitad con el gran capital estadounidense y la Alemania nazi. Conocedor del inglés, francés y alemán, Pauwels basa sus argumentos en la investigación de punta en estos idiomas así como en fuentes en italiano, holandés y español. Conciso y legible, el libro sintetiza de manera magistral los estudios existentes. Aunque la idea de que el gran capital apoyó al fascismo no resultará una sorpresa, la rica variedad de fuentes de Pauwels, sus estadísticas y otros detalles decidores, informarán y dejarán perplejos incluso a aquellos familiarizados con la historia. Es sorprendente conocer, por ejemplo, que sin importar lo grande que fuesen las violaciones de las normas democráticas por parte de Hitler, sin importar lo grande que fuesen las atrocidades cometidas contra comunistas, socialistas, sindicatos obreros, judíos, gitanos y otros, sin importar lo costosas y devastadoras que fueren las pérdidas de guerra de Alemania, el apoyo de los capitalistas alemanes no menguó. En otras palabras, la muerte o encarcelamiento de un tercio del Partido Comunista de Alemania, la persecución de minorías étnicas y la confiscación de su propiedad, e incluso los 13,5 millones de alemanes que fueron asesinados, heridos o tomados prisioneros entre 1939 y 1945, no moderaron en lo absoluto el entusiasmo de los capitalistas alemanes por Hitler. En efecto, ellos se beneficiaron de todas estas políticas. Los capitalistas apoyaron a Hitler porque sus políticas incrementaron continuamente sus ganancias. La destrucción de la izquierda y los sindicatos hicieron posible el incremento de la explotación de los obreros. Los salarios cayeron y las horas de trabajo se extendieron. Por ejemplo, los salarios reales en la Francia ocupada por los alemanes se redujeron en un 50 por ciento entre 1940 y 1944. En Alemania para finales de 1942 los obreros en Opel y Singer trabajaban sesenta horas por semana. Además, la industria Alemania se benefició de la confiscación de la propiedad judía y el saqueo de los bancos y recursos de las tierras ocupadas. Esta riqueza fue directo a manos de los capitalistas alemanes a los que se les pago por la producción de guerra. La industria alemana también se benefició directamente por el uso del trabajo esclavo. Al menos 12 millones de obreros importados de los países ocupados, prisioneros de guerra, y prisioneros de los campos de concentración trabajaron para la industria alemana por poca o ninguna paga. I.G. Farben, por ejemplo, construyó una fábrica gigantesca en Auschwitz donde los internos laboraron hasta la muerte para producir caucho sintético. Uno de cada cinco de ellos moriría mes a mes. Entretanto, las ganancias de I.G. Farben ascendieron cada año, de 47 millones de reichsmarks en 1933 a 300 millones en 1943. El aspecto que más abre los ojos en el recuento de Pauwels es su descripción de lo que se reveló durante y tras la Segunda Guerra Mundial. Muchas firmas – General Motors, Ford, Du Pont, IBM, Singer, ITT, Kodak, RCA, Standard Oil, Dow, Coca Cola – y bancos estadounidenses – Guaranty Trust, Chase Manhattan, J.P. Morgan – tenían subsidiarias o relaciones comerciales cercanas con las compañías y el gobierno alemán desde antes de la guerra. Tras Pearl Harbor e incluso tras la declaración de guerra a Alemania, estas compañías y relaciones continuaron beneficiando al fascismo alemán. El gobierno alemán no confiscó las subsidiarias estadounidenses, y la idea de que los capitalistas estadounidenses perdieron el control de sus empresas alemanas es en gran medida un mito promovido por los propios capitalistas. En su mayor parte las subsidiarias continuaron operando y obteniendo ganancias durante la guerra, donde suplieron al ejército alemán con combustible, equipo y provisiones para continuar la guerra e incluso facilitaron tecnología para administrar los campos de concentración. Aunque los gerentes alemanes dirigieron de forma ostensible estas subsidiarias, y las compañías estadounidenses en Alemania continuaron abasteciendo a la maquinaria de guerra alemana, los propietarios estadounidenses a menudo se mantuvieron en contacto con los gerentes alemanes por medio de canales clandestinos en países neutrales. Fuera de Alemania, Standard Oil usó canales clandestinos para entregar combustible y otros pertrechos a Alemania. Durante la guerra, las subsidiarias sufrieron pocos daños. Por ejemplo, la Ford Works, a las afueras de Colonia, fue perdonada por los bombardeos aliados que arrasaron el resto de la ciudad. Al final de la guerra, la autoridad de ocupación retornó las subsidiarias a la administración estadounidense a menudo con ganancias y con instalaciones mejoradas. Tras la guerra, los capitalistas estadounidenses se beneficiaron de la extraordinaria influencia que ejercieron en las administraciones de Roosevelt y Truman. Las compañías estadounidenses obtuvieron reparaciones por el poco daño que sufrieron. Los capitalistas estadounidenses forzaron a la administración Truman a frustrar el llamado Plan Morgenthau que pedía el desmantelamiento de la industria alemana. Estas también pusieron un alto a las reparaciones de Alemania occidental para la Unión Soviética y aseguraron un tratamiento favorable para los industriales alemanes que sirvieron fielmente al Tercer Reich. En lo que bien podría ser el pasaje de cierre del libro, Pauwels cita al poeta francés Paul Valéry: “La guerra es un evento en el que gente no se conoce se masacra entre sí por las ganancias de gente que se conocen muy bien, pero que no se masacran entre sí.” Al final, Pauwels señala que tanto los recuentos populares como académicos del fascismo alemán han oscurecido o reescrito el rol del gran capital y las elites. En un bocado de fabricación de mitos, The Sound of Music retrató a aristócratas oponiéndose al fascismo, mientras que la gente común lo apoyaba. En La Lista de Schindler se representó a un industrial alemán que desafía a las autoridades para salvar vidas judías, cuando la realidad común era todo lo contrario. De igual forma, en Hitler Willing Executioners de Daniel Godlhagen se distrae la atención de la culpabilidad de los capitalistas alemanes al echar el fardo del fascismo al supuesto antisemitismo inherente al pueblo alemán. En sus historias de Ford y General Motors, los historiadores Simon Reich y Henry Ashby Turner hacen un lavado de cara total de la colaboración de ambas firmas con la Alemania nazi. El libro de Jacques Pauwels realiza una contribución eterna al entendimiento del capitalismo y el fascismo. Es también una contribución oportuna. Durante el caso Dreyfus, Emile Zola dijo que en tiempos de bancarrota moral uno se tiene que acostumbrar a tragarse un sapo vivo todos los días para desarrollar una verdadera indiferencia para con el horror que nos rodea. Hoy, aunque la mayoría de los estadounidenses se niegan a ser indiferentes para con los horrores que emanan a diario de Washington, la élite corporativa y financiera está más que dispuesta a tragarse sapos. Para entender su presteza, no se debe ver más allá de una subida de la bolsa de valores y el crecimiento de las ganancias. Puede que Trump no sea un fascista, pero es posible que la venalidad y el cinismo inherente al capitalismo haga de la élite estadounidense cómplice tan comprometida con los exabruptos presentes y futuros de Trump como sus contrapartes lo fueron con Hitler. 1 Edithor publicará esta obra en los próximos meses. Fuente: mltoday.com/book-review-big-business-and-hitler-by-jacques-pauwels/ Por Patrick Coulon
Traducido por Víctor Carrión Arias Liberalismo clásico, nacionalsocialismo, neoliberalismo: estas nociones se encuentran en el corazón de los trabajos emprendidos por Michel Clouscard. ¿Cómo no constatar que estos son de una fascinante actualidad? Michel Clouscard (1928-2009) tuvo un recorrido bastante singular. En alternancia, fue campeón de alto nivel (preseleccionado para los Juegos Olímpicos de 1948 a la prueba de 200 metros), estudiante en letras y filosofía, luego profesor de sociología en la Universidad de Poitiers, consagró lo esencial de sus investigaciones o al análisis de la alienación económica (la represión del productor) o de la alienación antropológica (el amaestramiento liberal libertario). El capitalismo de la seducción Consagraremos este artículo a un resumen de dos de sus obras principales al igual que a una rápida revisión sobre los conceptos que el forjó. “El capitalismo de la seducción”, ciertamente la obra más conocida de Michel Clouscard aparecida en 1981. Contemporáneo y crítico de Bourdieu y Baudrillard, Clouscard intentó mostrar eso que había de nuevo en la evolución del capitalismo. Con la Guerra Fría, se estableció una nueva sociedad de consumo. El plan Marshall y mayo de 1968 desbloquearon los nuevos “mercados del deseo” necesarios para salvar al capitalismo de la crisis. Según Aymeric Monville, responsable de ediciones Delga, que realizó la reedición de los libros de Clouscard: “El investigador vio el tránsito del fascismo al 'neofascismo', un nuevo estadio del capitalismo, el 'estadio supremo' del imperialismo, la colonización sistemática de las almas. El espíritu del capitalismo ya no es la autoridad del protestantismo, sino el jesuitismo de la seducción.” “El capitalismo de la seducción” fue la primera parte de un tríptico de la sociedad capitalista contemporánea (las otras dos serían “Crítica del liberalismo libertario” y “La bestia salvaje). Para subrayar el alcance de la obra, citamos un extracto de un artículo que le consagró L'Humanite el 29 de noviembre de 1981: “Michel Clouscard llena, con toda legitimidad, un vacío al aplicar a la sociedad francesa un modelo teórico que no carece de parentesco con el descubrimiento del inconsciente por el psicoanálisis”. Neofascismo e ideología del deseo En “Neofascismo e ideología del deseo”, Clouscard inicia la polémica con Deleuze, Foucault, Reich y Marcuse. Esta permite bosquejar, cuatro años después, el fracaso del mayo de 1968 y de la sociedad que se estableció a partir de allí. Según Clouscard, a pesar de los diez millones de trabajadores en la calle, fue el rostro del marketing de la ideología sesentayochera el que se impuso. “La ideología del deseo” no sirvió más que para desbloquear los “mercados del deseo” avalados por el plan Marshall, para reducir de mejor manera el deseo al mercado. También de acuerdo con Aymeric Monville “si Balzac vio la llegada del capitalismo, cuando su época aún se deleitaba en las cavilaciones románticas por la derecha, o en el socialismo utópico por la izquierda, Clouscard habría descrito la llegada del neocapitalismo, o más bien el tipo de compromiso que invita el capitalismo en fase ascendente y que hoy se ve fracasar antes nuestros ojos”. Para resumir: tras la guerra, mediante el desplazamiento de las poblaciones y a través de la organización de numerosos equipamientos colectivos que llegan a ser necesarios para la reproducción de la fuerza de trabajo y para la nueva urbanización, el capitalismo monopolista de Estado produce a la vez al producto y al cliente. Previamente, el capitalismo se contentaba con decir como producir. De aquí en adelante éste dirá como consumir y, aún más, como vivir. Para frustrar la crisis de oportunidades, este explota de igual modo el esparcimiento, y hoy el propio consumo. La explotación toma otras formas. La mercancía ha llegado a un grado tal de acumulación que ella viene a ser no solamente imagen o espectáculo, eso es una parte del problema, sino, en primer lugar, amaestramiento, de la infancia a la tumba. Amaestramiento verdaderamente antropológico, destinado a influenciar en el proceso de hominización; la transformación del ciudadano en homo oeconomicus, de la sociedad en mercado. Populismos En cuanto a la definición que él dio de neofascismo, escuchémosle: “Antes, teníamos una confrontación de clase contra clase que se condujo hasta la dualidad burguesía/clase obrera. Después, el capitalismo creó un segundo frente, el de la tercera vía, con la supremacía de las nuevas capas medias, del mercado del deseo. Esas nuevas capas medias, por mucho tiempo embrionarias, han llegado a ser hegemónicas. Hoy, tenemos una nueva escisión: producción / consumo. En cuanto a los populismos, está primero el poujadismo1, el populismo de los comerciantes que desean luchar contra las multinacionales de la producción en serie. Es la reivindicación del no-productor, del pequeño comercio parasitario (ganancia sin producción). El segundo populismo, es ese del final del Imperio colonial, de la OAS2, de los pequeños blancos; este expresa la nostalgia del consumo parasitario inherente al colonialismo, la pérdida del poder de disfrute del pequeño blanco. Luego, tenemos el tercer populismo: el populismo estudiantil. Éste interviene inmediatamente después del segundo, cuando no hay más Imperio, cuando los excedentes demográficos y culturales se acumulan en Saint Germain... El problema del estudiante, es el de no ser un obrero, no caer en la pauperización. Es mediante ellos que se desarrollan las capas medias, con las nuevas categorías de expresión que les han otorgado la sociología, la psicología, la etnología, las ciencias humanas, constitutivas de los oficios de nivel superior y de posgrado. Entonces, se ha constituido un nuevo cuerpo social, sobre el que se funda un nuevo modo de producción. El populismo estudiantil marca entonces el tránsito de la economía de la escasez a la sociedad de consumo, el acceso a un potencial de disfrute. El problema, entonces, es cuando el 'todo está permitido' viene ser el 'nada es posible'. Existirá a la vez la sanción del nuevo deseo y al mismo tiempo, la imposibilidad, manifiesta a través de la crisis, de la realización de ese deseo. Allí está. El populismo actual, el de Le Pen, que no es más que la colección de decepcionados con la liberación de los deseos. Se hizo una promesa, que se reveló imposible de satisfacer.” Algunos conceptos desarrollados por Clouscard Nuevas capas medias Las nuevas capas medias constituyen el punto de apoyo del liberalismo libertario: mediante la animación y el management, son los agentes de la puesta en marcha del liberalismo, por su situación de capas medias que consumen sin producir están distanciadas de las capas populares que producen sin consumir. Las nuevas capas medias son tanto el instrumento de la “gobernanza” liberal y las víctimas del liberalismo libertario. Capas intermediarias, estas evitan el cara a cara, clase contra clase del capitalismo clásico de concurrencia, pero también le hacen la cama al populismo-fascismo característico del liberalismo libertario. Fascismo, nacionalsocialismo, populismo “El fascismo tradicional es el nacionalsocialismo, dice Michel Clouscard, es específico de un modo de producción, el capitalismo de concurrencia liberal. Este da fe de la crisis”, porque lleva en sí una contradicción decisiva entre nación y capitalismo. El período clásico de desarrollo del fascismo es el acceso a un capitalismo de Estado, período de complementariedad entre nacionalismo y represión del trabajo para constituir la gran industria. “La xenofobia y el racismo son el medio de homogeneizar la nación”, obra de la emanación regionalista de las clases tradicionales y de las castas al servicio del Estado. El desarrollo del mercado del deseo induce una nueva determinación política: el mercado del deseo debe ser capaz de realizarse como motor del liberalismo libertario: el fascismo nacionalsocialista será un freno a ese desarrollo. Pero aparecen dos determinaciones nuevas: - todo un “prefascismo comportamental” se coloca en su lugar permitiendo en la fantasía los peores abusos y valorizando lo negativo y el nihilismo, en particular en el campo cultural mundano y artístico; - aparece una nueva figura política, el populismo, que combina las expectativas de libertarios y represiones del viejo nacionalista para, al mismo tiempo, reprimir el trabajo y liberar los impulsos. La dimensión mundial del liberalismo le permite “hacer la economía” del fascismo clásico que no pertenece a su tradición. Michel Clouscard destaca que “el fascismo no debe ser un referencia automática y maquinal”, en la medida en que la estrategia liberal se desdobla según los países “en vías de desarrollo” y los países industriales y posindustriales: en esos últimos el fascismo es una hola de aluminio que permite el hacer creer que el liberalismo será la solución buena y, sobre todo, la única. Mercado del deseo Es el engendramiento recíproco de la economía de mercado – orientada hacia la satisfacción de las necesidades – y del deseo, una creación del liberalismo libertario que da dinamismo a la economía de la ganancia: - la fantasía viene a ser una mercancía lícita; - el “producto” es elaborado por los nuevos oficios; - un aprendizaje cotidiano de masa “forma” la clientela potencial, en particular, con el nuevo mercado de jóvenes y mujeres. Terminaremos diciendo que Michel Clouscard publicó más de una decena de obras y por lo tanto el lector tendrá suficiente para satisfacer su sed de conocimiento profundo de este autor comprometido con el PCF sin ser miembro. Rápida bibliografía: - El capitalismo de la seducción, EDITHOR (próxima aparición). - Neofascismo e ideología del deseo, EDITHOR. - Les métamorphoses de la lutte des classes, Le Temps des Cerises. - Refondation progressiste, Éditions L'Harmattan. La Revue du projet, n°38, juin 2014 1 Movimiento político y sindical nucleado alrededor de la Unión de Defensa y los Comerciantes y Artesanos y de su líder Pierre Poujade, que entre 1953 y 1958 actuó en defensa de los pequeños propietarios. (N. del ed.) 2 OAS: “Organización del Ejército Secreto”, grupo de extrema derecha conformado por los sectores del ejército francés más recalcitrantes y opuestos a cualquier concesión a los movimientos de liberación nacional. (N. del ed.) Por Valentín Tolstij
Traducido por Víctor Carrión [...] Mijaíl Lifschitz es considerado uno de los pensadores más enigmáticos de la época soviética, como lo expresó no hace mucho un periódico liberal. Esto es justo en parte, pero ahora, a medida que ingresan materiales nuevos, antes desconocidos, este carácter enigmático se hace más diáfano y fácil de resolver. Nuestro pasado, lo que fue, ya no resulta tan sencillo y unívoco como nos lo intentan sugerir post factum los antisoviéticos osados y que ven claro de repente. En la época soviética Lifschitz no se lamentó mucho por la atención y aceptación tanto en círculos oficiales como en círculos intelectuales. El artículo “¿Por qué no soy un modernista?”[1] tampoco gustó mucho ni al redactor principal de “Literaturnaya Gazieta”, A. Chakovski, ni a los autores cercanos al periódico y, con todo, fue publicado. Al parecer, no solo por las cualidades del lenguaje y estilo literario que por alguna razón (¿no se comprende cual?) embruja y despierta el interés del lector. En esa época, lo dicho en este sobre la crisis del arte contemporáneo me pareció preciso y veraz (verdadero). No hace mucho “Literaturnaya Gazieta” (N° 19-20) publicó las opiniones y juicios competentes sobre la condición y situación en la creación plástica nacional de la académica, (de la Academia Rusa de Bellas Artes), profesora Tatiana Nazarenko. Recordemos que no hace mucho tuvo lugar la exposición de logros del salón en la CCA[2] que marcó la condición deplorable y, lo principal, el despropósito de todo lo que transcurre en esta condición y situación. Como lo preveía Mijaíl Lifschitz, hace medio siglo atrás, se dio y se fortalece la sustitución de la creación sacra del artista de género pasado por los “bodrios” y “escombros”, ya descrita por el filósofo en el artículo “Fenomenología de la lata conserva” (1966)[3]. El palidecer y languidecer de la tradición de la plástica, la capacidad de dibujar que es reemplazada por las “nuevas tecnologías” y el trato con el arte figurativo se transforma en show, semejante al que ya tuvo lugar no hace mucho en el tablado. La tendencia al “pequeñoaburguesamiento” del arte surgió mucho tiempo atrás, antes de Lifschitz y el modernismo por él criticado, esto ya lo notaron perspicaces enciclopedistas occidentales y rusos del siglo XIX. Lo hizo Alexander Herzen, en particular, en el espíritu de no aceptar al arte degradado “al rol de embellecimiento exterior, de tapiz, de adorno, en el rol de organillo: se mete, el organillero pasa, querrá hacerse escuchar, le dan un centavo y quedamos en paz”. Ya que para el mezquino la belleza de la naturaleza y el arte no son más que un complemento para la prosperidad: en la pintura él ve el coloreado de la fotografía, en la novela y drama la distracción de los problemas vitales y medio de distraer ligeramente los nervios. No le agrada el arte “tendencioso” que le obliga a pensar sobre el sentido de lo existente, a reflexionar sobre lo universal y lo personal, a enseñar sin insinuaciones a tomar decisiones, tomar para sí una parte de la responsabilidad solidaria. El arte que complace los gustos del público pequeño burgués, el pancista satisfecho consigo mismo, se denomina hoy “actual” o “glamuroso”, pero su esencia sigue siendo la de antes, profetizada y dada justamente por el modernismo. Es decir, determinada filosofía y psicología que define y forma la relación del arte con la realidad real, y en el plano estrictamente cognoscitivo, con la veracidad y la verdad. Y aquí no podemos rehuir un tema, Lifschitz y el marxismo. Los oponentes del filósofo, incluso gente que simpatizaba con él, lo tenían y lo caracterizaban como el “último marxista” (N. Dimitrieva, B. Sarnov), “marxista fósil” (A. Solzhenitzin)[4], incluyéndonos a nosotros , los partícipes del club “Palabra libre” en ligazón con el centenario del filósofo (mayo, 2005), que lo tildamos de “último soldado del marxismo”. Lo que es completamente justo, aunque también se debe tomar en consideración la actitud diversa de cada uno de estos hacia el propio marxismo. Lifschitz, polemista brillante, maestro de las determinaciones y valoraciones duras, jamás sustituyó la crítica por los improperios y pidió no confundirlo con los que motejan al modernismo (y luego al postmodernismo) de “esquizofrenia estética” engendrada por el “marasmo”, etc. Notemos en particular la siguiente circunstancia de importancia: al criticar al modernismo como corriente, el filósofo rindió homenaje al talento y maestría de muchos modernistas. El modernismo para Lifschitz no era ni de lejos un error o una enfermedad psicopática. Este es un fenómeno del espíritu, consciencia y creación del siglo, un cierto modo y estilo de interrelación del arte con la realidad, en los ojos y comprensión del pensador se liga con el culto a la fuerza, el goce de destruir, el amor por la crueldad, la sed de una vida irreflexiva y la obediencia ciega [5]. El modernismo a diferencia del realismo sustituye la imagen de la realidad por la voluntad artística hipnótica del creador que demuestra su capacidad de torcer la consciencia de la gente en todas las direcciones y obliga al espectador a tragarse todo lo que convenga. A esta estética no la determina el vínculo con el mundo real, sino la fuerza de sugestión e influencia que adquiere el arte en la sociedad de masas y la cultura de masas (la fuerza del “masivo contagio psíquico”). Así que todos los pecados mortales del siglo XX, según Lifschitz, encuentran reflejo y expresión adecuada en la estética y poética del modernismo. He ahí porque al acentuar de forma polémica la situación y problema, él dijo: “Al encarar este tipo de programa doy mi voto por el academicismo más mediocre y epígono, pues este es un mal menor” [6]. Esto último lo utilizó, en la polémica, como un procedimiento puramente demagógico, imputar al marxista frenético que este atenta contra la naturaleza del arte que parece simplemente no sentir ni entender. El ataque se dio bajo el signo y lema de “¡Cuidado con el arte!”. Lifschitz respondió con la contratesis “¡Cuidado con la humanidad!”[7], salió el libro “Crisis de fealdad” (1968) y en el resumen de sus discrepancias sobre el problema del modernismo estuvo el artículo “Liberalismo y democracia”, poniendo todos los puntos sobre las i en la discusión sobre el modernismo. Lifschitz corroboró y proyectó la presencia y altura de su sensibilidad y gusto estético en sus brillantes análisis de la esencia del arte religioso (iconografía) de la Antigua Rusia, los textos de Puschkin y los lienzos de Velázquez, el original tratamiento filosófico del fenómeno de la célebre “Sonrisa de la Gioconda”... El sentimiento de estima por la especificidad del arte se expresó en el reconocimiento de la prioridad de la necesidad creadora interna del artista de representar la vida en toda su poesía, prosa y trivialidad (“como esta es”), real e involuntaria. Según Lifschitz, el arte “no enseña y no juzga”, este simplemente influye en el espíritu, lo despeja de la mentira detestable y la amoralidad. Él comprende por valor artístico no el juego de herramientas y procedimientos de representación válidos en sí y para sí, sino el proceso y resultado de encarnación creativa, la transfiguración de la realidad que encuentra en la obra de arte su forma irrepetible, original. Recuerdo, como, al escuchar por una hora las canciones y baladas del “ronco” Visotzkij (en mi casa, en un magnetofóno), sin disimular la emoción, Mijaíl Alexandrovich dijo una frase-pensamiento que recuerdo: “Esto es muy objetivo y por ello es de un valor artístico supremo”. Curiosamente, mientras menos el artista ve, hace y protesta por su persona (miren cuanto sé, que talentoso soy, como dibujo, canto o danzo, bueno, simplemente soy un “genio”) más poderoso, penetrante y convincente es el influjo de su obra en el espectador, lector y oyente. El filósofo marxista más que nada se afligía de que el arte contemporáneo no sea tan siquiera capaz (!) de servir de suplemento a la cultura general o de medio pedagógico para diseminar ideas benéficas y para el ascenso de la consciencia de las masas populares. ¿Quién disputaría esta constatación? Mijaíl Alexandrovich Lifschitz no solo fue un hombre de pensamiento creador, inquieto y temerario, sino también un hombre de ideas en el sentido más directo y profundo de esta palabra. Se lo excluyó del partido (luego, es verdad, fue reintegrado), retirado por años de la actividad social activa, a propósito, antes y después de la lucha contra el “cosmopolitismo sin linaje”, impedido o “dejando pasar” a regañadientes, a chirridos sus obras y panfletos en la prensa. Él ahora tampoco está en la estima ni en el favor. Y todo porque él era un marxista, pero no de carnet, no de citas formales, como se debía “en el poder”, sino en el espíritu y pensamiento auténtico, fiel del propio Marx. Es extraño, pero es un hecho: así lo percibió cierto lector Víktor Trofimovich (sin apellido) en una carta proveniente de Merefa, enviada a Lifschitz en la víspera de su 70 aniversario... Tal reconocimiento en vida vale la pena. Por la vida vivida notó que la gente verdaderamente de ideas, como la gente de alta moral, es decir, entregada a sus principios y convicciones, que viven en concordancia con estos en presencia del todo el mundo, y a solas consigo mismos, tales personas no son tantas como nos parece en la vida cotidiana. En una de las cartas a un antiguo alumno, al notar la inclinación a adoptar la pose de la “consciencia honesta y noble”[8] al tiempo de permitirse cuando sea provechoso, y se desee, sucumbir a la seducción de la vileza y ruindad, él contó una vieja anécdota: “El judío converso estaba acostado en la playa. Alguien apareció junto a él y dijo: 'Una de dos, o te desprendes de la cruz o te pones los calzoncillos' ”[9]. Esto significa que al elegir y tomar decisiones no se debe obrar con astucia, y ser como mínimo probo y sincero. Cosa que, juzgando por las observaciones y hechos de muchos años, claramente no lo capta la élite intelectual actual. Al contrario, ésta de buena gana, y sin incomodidad aparente, simplemente olvida en algún momento los “diez mandamientos” absolutos y el imperativo categórico de Kant. Y hace, con plena consciencia, eso que desde los tiempos más remotos, de manera censurable, no debió haber hecho: digamos, en lugar de despedirse con la dignidad y honradez pasada, prefiere vituperar y maldecir en vano. Y por eso sería interesante conocer cómo se hubiera conducido Lifschitz de haber vivido hasta la Perestroika y los eventos catastróficos que le siguieron. Propuse esta pregunta al abrir la discusión del club en relación con su aniversario. Recuerdo al pie de la letras las palabras por él dichas en la víspera de su muerte: “Entré en la vida consciente bajo el signo del gran viraje de la época de Octubre”, cuya esencia el develó de modo inequívoco en su artículo “Importancia moral de la Revolución de Octubre” publicado, por ironía del destino, en la primavera de 1985 en la revista “Kommunist”. ¿Qué diría Lifschitz al conocer sobre la disgregación de la URSS, principal conquista y creación de esta revolución? Creó que él sin duda alguna nombraría los motivos y causas verdaderos y no lo cómodo y ventajoso para alguien. En verdad, él escribió de modo totalmente sincero en la carta personal a su alumno: “Si nuestras ideas comunistas triunfan, tras muchas pruebas, nada más me falta”[10]. ¿Y cómo hubiese reaccionado a la experiencia de veinte años de “construcción victoriosa del capitalismo” en la Rusia postsoviética, algo que hoy no intenta de modo serio y fundamentado ni un solo intelectual que goce de buena salud? ¡¿ En verdad no me imagino como viviría y trabajaría en esta situación el propio Lifschitz con su carácter, temperamento y manera de llamar a las cosas por su nombre?! Ser un hombre de ideas (no parecerlo, no tener fama de, sino precisamente ser) es fabulosa, extraordinariamente difícil y ajetreado. Como dicen en una ciudad del sur, muy cara. Mijaíl Alexandrovich sabía y comprendía esto e incluso le perdonó a alguien la pusilanimidad cotidiana, pero, excúseme, no podía soportar abiertamente y en público toda la vida a convenencieros e hipócritas de todas las épocas y colores. Lo único que no le gustaba, al parecer, eran las mataperradas del tratamiento indecoroso para con el marxismo de viejos y nuevos (“los jóvenes marxistas”[11]), sintiendo en la piel la inevitable transformación futura de estos en “antimarxistas”. Él mismo se avitualló del estatus de “probidad académica acostumbrada” (según su propia definición) y jamás envidio a esos que en provecho de la carrera sacrificaron su potencial moral y dotes de talento. Mejor una carrera académica modesta que la politiquería más circunspecta; he ahí eso que él dirigió en calidad de reproche a todos los amantes de frotarse y gallardear cerca del poder. Vaticinó que estos no brillan, “salvo, puede ser, por las dachas, autos y ancianidad prematura (esto último ya no es un “puede ser”, sino que es totalmente exacto)” [...] 1 Publicado originalmente en la revista “Estetika” (Praga, N°4, pp. 331-337) en 1964, vería la luz en la Unión Soviética el 8 de octubre de 1966 en el periódico “Literaturnaya Gazieta”. El artículo “¿Por qué no soy un modernista?” forma parte de la compilación “El Arte y la Ideología” (Edithor, Quito, 2018). (N. del ed.) 2 Casa Central del Artista, también conocida como “Nuevo Tretiákov”. (N. del ed.) 3 Ver: “El arte y la ideología”, Edithor, Quito, 2018, pp. 62-100. (N. del ed.) 4 Ver: Solzhenitzin, A: “El roble y el ternero”, 1975. (N. del ed.) 5 Lifschitz, Mij: ¿Por qué no soy un modernista? en “El arte y la ideología”, 1” ed., Edithor, Quito, 2018, p. 141. (N. del ed.) 6 Lifschitz, Mij: ¿Por qué no soy un modernista? en “El arte y la ideología”, Op. Cit., p. 152. 7 Ver: “El arte y la ideología”, Op. cit., pp. 159-185. (N. del ed.) 8 Lifschitz tomó este concepto de la crítica a la novela de Eugène Sue, “Les Mystères de Paris” que Marx y Engels realizaron en “La Sagrada Familia” (1844). (N. del ed.) 9 Carta de Mij. Lifschitz a Gueorgui Fridlender, 22 de septiembre de 1960. (N. del ed.) 10 Op. cit. (N. del ed.) 11 Jóvenes marxistas: apodo dado por Mij. Lifschitz a intelectuales como Valentín Neponmiaschi, Yuri Davidov y otros con los que mantuvo una fuerte polémica a finales de los años 50 e inicios de los años 60. Los “jóvenes marxistas” defendían la mixtura del marxismo con el existencialismo y la “teoría crítica” de Frankfurt; para finales de los años 1960 todos habían evolucionado a posiciones francamente antimarxistas. (N. del ed.) Por Víktor Shapinov
Traducido por Víctor Carrión M.A. Lifschitz, hablando en sus propias palabras, dichas acerca de E.V. Iliénkov, “no buscó la comodidad interna” en sus obras sobre estética marxista. Probablemente, en ligazón con esta negativa es que jugando al ganapierde con los burócratas de la cultura las ideas de M.A. Lifschitz resultaron ser prácticamente desconocidas para la amplía opinión pública. La primera ocasión, estas ideas fueron pisoteadas a fondo por los secuaces de la uniformidad dogmática de finales de los años 30, por “elevar a un trono a Nietzsche y Spengler”, “prédica de una cosmovisión reaccionaria”, “rechazo del análisis de clase”, etc. En una segunda ocasión, M.A. Lifschitz sería entregado a la anatema ya en los años 60, pero esta vez por parte de la intelliguentsia liberal (entre los que, por lo demás, se encontraban no pocos marxistas “certificados en notaria” de los años 30) con los formulismos: “dogmático”, “conservador” e incluso “arcipreste Avvakúm1 de la nueva estética de los viejos creyentes” (Liev Kópeliov) y “marxista fósil” (A.S. Solzhenitzin). Como resultado, no fue reclamada una corriente de pensamiento que por su potencial de ideas, su paradigma, no cede en nada a la hoy todavía popular Escuela de Frankfurt. Pareciera que la solución del problema de un fenómeno tan complejo de la cultura espiritual como es el modernismo, propuesta por M.A. Lifschitz en los trabajos publicados, no ha perdido su actualidad. Schelling una vez dijo que la arquitectura es música petrificada. Parafraseando sus palabras, es posible decir que la creación de los adeptos del modernismo es filosofía petrificada. Filosofía que celebró el giro en el desarrollo de la ideología burguesa del siglo XX que se expresa en la negación de la verdad objetiva, la huida de la reivindicación de la razón, la sustitución de la racionalidad por el juego de las fuerzas vitales, el culto al salvajismo voluntario. En el arte del modernismo el giro en cuestión lo encontramos en la negación de la tradición realista, en la negación del dictado de la realidad en provecho tal o cual variedad de visiones y estilos subjetivos. M.A. Lifschitz fundamentó su crítica del modernismo en la contraposición con la tradición clásica, cuya continuación sujeta a ley es el marxismo. La creación de M.A. Lifschitz es la profundización de la teoría leninista del reflejo, su aplicación concreta a las grandes figuras y fenómenos del desarrollo cultural de la humanidad. En las grandes creaciones de los representantes de la cultura tradicional M.A. Lifschitz sigue el movimiento de la verdad objetiva, intentando descubrir las pizcas de lo absoluto incluso en los errores de los activistas de la cultura de la civilización clasista. Justamente esto contrapone su posición a la de las distintas escuelas y tendencias (de los sociólogos vulgares de los años 30 a los eclécticos liberales de los años 60-70) que presentan la historia del espíritu humano como la alternancia de culturas, ideologías o sistemas de símbolos cerrados en sí mismos. En contra de este género de hermetismo y limitación de la consciencia, M.A. Lifschitz adujo el principio de la consciencia consciente, su responsabilidad. Esperamos que las experiencias de tal aplicación de la teoría del reflejo sean de interés para todos a quienes les interesa la filosofía del marxismo, o incluso a todos a los que no les es indiferente la historia del desarrollo cultural de la humanidad. M.A. Lifschitz no era un político en el sentido estricto de esta palabra, pero su trabajo está penetrado de la idea de la lucha contra la enfermedad (infantil y a menudo para nada infantil) que acompaña los movimientos más masivos del siglo pasado: el desenfreno del elemento pequeñoburgués, el cesarismo revolucionarios, las desviaciones ultraizquierdistas que siempre acompañan a los excesos derechistas, etc. M.A. Lifschitz prescribe en calidad de panacea contra estos monstruos, un solo remedio: el más amplío desarrollo de la democracia socialista. Este aspecto de las ideas de M.A. Lifschitz debe, sin condiciones, ser de actualidad para la izquierda contemporánea que se afana por sacar lecciones de la historia reciente. 1 Arcipreste Avvakúm: líder de los “viejos creyentes” que se opusieron entre 1656-1682 a la reforma de Nikon. Seguidores de una moralidad estricta, ascética y una interpretación rígida del dogma ortodoxo. |